FIRMA INVITADA

De Eto’o a Vinicius

La economía y cultura occidentales no pueden entenderse al margen de las relaciones que desde el siglo XV Europa entabló con África. A las primeras incursiones para obtener materias primas pronto sucedieron otras, más lucrativas, destinadas a capturar esclavos. Muchas de las grandes fortunas europeas se forjaron gracias a ese negocio. Para que esto pudiera aceptarse fue necesario aceptar la idea de que los negros no tenían alma ni podían considerarse humanos. Con la llegada de la Ilustración la opinión de los grandes pensadores europeos no cambió mucho. Hume consideraba que «los negros son por naturaleza inferiores a los blancos», Kant atribuía al color de la piel la evidencia de la capacidad de raciocinio, Hegel consideraba que el africano carecía de razón y, por lo tanto, de ética o moralidad, y en Marx encontramos un profundo y sospechoso silencio al hablar de los nativos de ultramar. Dicen algunos intelectuales africanos contemporáneos que Europa sólo pudo concebir sus Luces, su Razón y su Humanismo proyectando en África y en los negros la irracionalidad, el salvajismo y la oscuridad.

El racismo y la xenofobia no sólo están depositados en los cimientos de nuestra civilización. También forman parte del metabolismo de nuestras instituciones. En efecto, en los inicios de nuestra Modernidad ciertos pensadores reformularon el sentido de la historia al dejar de entenderla en términos de luchas dinásticas, como proponían los antiguos, y pasar a considerar que es la guerra entre «razas» o culturas diferentes la que constituye su trama. En el siglo XIX este impulso desembocó en la propuesta de que la acción de Estado debía encargarse de la integridad y pureza de dicha raza, pero ahora entendida en términos no culturales o étnicos sino radicalmente biológicos. Ya en el siglo XX, con los nuevos organismos estatales creados por los tratados de paz que pusieron fin a la Primera Guerra Mundial un 30% de las poblaciones «nacionales» se convirtieron en minorías que fueron tuteladas por distintos tratados internacionales. Más tarde las leyes alemanas y la guerra civil española crearon más cantidad de población problemática. La solución que poco a poco fue extendiéndose fue la desnacionalización de tales ciudadanos. Francia abrió el camino en 1915 desnacionalizando ciudadanos de origen enemigo, Bélgica hizo lo propio en 1922 para castigar a quienes habían cometido delitos antinacionales, en 1933 le tocó el turno a Austria y en 1935 Alemania siguió el mismo camino. En este último país el tratamiento de esos otros tan molestos siguió una lógica implacablemente moderna.

Se definió un «derecho de sangre» que permitió distinguir claramente a los amigos de los enemigos y orientó hacia unos y otros, respectivamente, el poder de hacer morir y el de hacer vivir utilizando los medios que las ciencias y técnicas pusieron a su disposición. Para justificar tal acción se acudió al lenguaje médico y a la ya popular idea de la «higiene social».

El asesinato sistemático de seis millones de personas en unos pocos años, fue un asunto típica y paradigmáticamente moderno, gestionado impersonal, racional y eficazmente por ese logro de nuestra civilización que es la Burocracia. No fueron psicópatas quienes realizaron ese trabajo. Eran eficientes y disciplinados funcionarios habituados a la impersonalización y a la obediencia jerárquica. No fueron seleccionados especialmente para la ocasión. Hoy pasarían cualquier test psiquiátrico o psicológico. En la segunda mitad del siglo XX, después del exterminio judío llevado a cabo por el nazismo alemán y coincidiendo con la liberación de las antiguas colonias, el mundo occidental meditó profundamente sobre sus relaciones con los otros.

Esa autocrítica fue calando en la sociedad y ha dado lugar a análisis como los expuestos. Sin embargo, el caso el Eto’o hace 17 años y el de Vinicius hace unos días muestran que el sostén cultural e incluso ideológico de nuestro pasado genocida todavía está ahí.

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