ALÉGRAME EL DÍA

Notas finales

Roberto Malo

Roberto Malo

Alas doce en punto de la noche, me meto este jueves en el ordenador para ver las notas finales de mis hijos, que las cuelgan entonces desde el instituto. Me siento como una nerviosa Cenicienta, temiendo que sus carrozas se conviertan en calabazas. Pero esas carrozas que han ido arrastrando durante todo el curso son sobresalientes y notables, unas carrozas majestuosas. Una maravilla de notas. Suspiro aliviado y emocionado. Me invade un orgullo de padre que me hace engordar varios kilos de satisfacción. Qué contentas se van a poner sus abuelas. Evoco en ese momento mis notas de mi lejana época de estudiante, y la tranquilidad que te dejaba en el cuerpo el aprobar todo, el no dejar nada pendiente para septiembre. Se abría un verano sin preocupaciones, sin tener que estudiar ninguna materia.

En la infancia y adolescencia el verano era un territorio infinito, lleno de ocio, aventuras y posibilidades. Y lo largos que se hacían los periodos estivales, qué caramba, por muy bien que lo pasáramos. Días de piscinas, de helados Drácula y Frigo pie, de lecturas de Julio Verne y Emilio Salgari, de juegos reunidos Geiper, de verbenas sin fin con canciones de Georgie Dann y Rafaella Carrà… Al llegar septiembre, vuelta al colegio o al instituto, y tocaba poner una nota al verano: un diez, la mayoría de las veces, o un nueve al menos, o un ocho si nuestras expectativas habían sido muy altas, que la infancia y adolescencia no tienen medida en cuanto a ambición. Los veranos eran sobresalientes y notables, ciertamente. Tras mi breve ensoñación reflexiono en que es lógico y razonable que las notas finales coincidan con la llegada del verano en el calendario. Al fin y al cabo, de forma natural, al acabar el curso comienza el verano. Y uno siente íntimamente (y las notas lo confirman) que se lo ha ganado. Feliz verano.

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