Opinión | EL TRIÁNGULO

La barbarie anónima

No hay nada nuevo en despellejar en un corrillo a alguien que pasa por la calle y ni ve, ni escucha, así no puede replicar. Es lo mismo de siempre, ser lisonjero con el poderoso y abusón con el débil, apedrear al maestro que idolatrabas cuando vienen a detenerlo los golpistas porque no vas a ser el único sin vejar al personaje de Fernando Fernán Gómez. Pero la brutalidad se ha multiplicado con la misma progresión que la amplificación del algoritmo, la grosería de manera proporcional a la no identificación. Empezamos a reírles las gracias a cuentas con fotos de meme y nicks ocurrentes, que se hicieron virales en su tiempo, y por supuesto, salieron por miles imitadores de esas conductas con bastante menos ingenio y más mala leche. Me parece estimulante no solo el intercambio de opiniones, sino incluso la vacilada continua en que se convierte este toma y daca virtual. No es una actitud temerosa por hacer frente a diez improperios, igual que no es puritanismo preocuparse por el acceso a la pornografía a cualquier edad, es la impresión de que la veda abierta nos hace peores.

El ladrido general frente a cualquier acontecimiento que tenga que ver con la igualdad de género, de orientación sexual o de raza intenta ser un ruido ensordecedor que retraiga a los que defienden los derechos civiles adquiridos. Convertir el debate en una ciénaga de la que lo que más apetezca sea huir, a no ser que lo que quieras es expulsar toda la bilis que has ido generando contra el que pase por ahí. El anonimato de los campos de fútbol para que los hooligans viertan basura verbal, ahora que las botellas están prohibidas, se ha quedado pequeño leyendo a gente alegrarse por la muerte de personas ahogadas intentando llegar a cualquier costa, o aplastadas por los efectos de un terremoto sin mayor diferencia con nosotros mismos que el tamaño de su pobreza.

Igual es un mecanismo de consuelo, pero quizás es todo un postureo como en las pandillas de quinceañeros que atrae a ver quién puede beber más cantidad y más rápido, pero ni así evita las afecciones personales que termina habiendo. No es posible que a tanta gente le importe tan poco que asesinen mujeres con la misma periodicidad que la bonoloto, que a los niños según su procedencia se les etiquete con desprecio, que consideren que haya tanta puta suelta a la que perseguir y tan poco proxeneta al que pedir responsabilidades.

El efecto imitación de la berrea se ha ido extendiendo frente al silencio de los que no quieren perder el tiempo ni los modales frente a la barbarie. Les dejaremos hablando solos entre ellos pero, incluso sin querer, les escucharemos y eso es un taladro que agujerea los principios éticos.

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