Del discurso de investidura de Alberto Núñez Feijóo ha llamado la atención su idea de aprobar un nuevo delito «de deslealtad constitucional». Una propuesta que, obviamente, pretende venir a suplir la reciente supresión del delito de secesión, dotando al constitucionalismo español de una nueva herramienta para defender en su integridad la Carta Magna, amenazada por la voluntad independentista de, al menos, cuatro partidos muy minoritarios, pero presentes en las Cámaras y lamentablemente decisivos en el absurdo y poco representativo juego de mayorías.
La propuesta no ha recibido el menor apoyo desde la izquierda, pero ciertamente su incorporación agregaría una nueva defensa al sistema político que los españoles se dieron en la Transición y que viene tambaleándose desde aquella por suerte fallida proclamación de una república catalana, y también desde que la obsesiva exigencia de los partidos secesionistas vascos y catalanes por separarse de España y fundar sus propios estados en un futuro próximo no implique la menor penalización. Tan inmediato es hoy el plazo de la prevista secesión que el president Aragonès lo ha fechado ya para esta próxima legislatura; se quiere abrir de España pasado mañana.
En el previsible caso de que determinadas instituciones o partidos de Cataluña o del País Vasco, que ni siquiera representan la voluntad mayoritaria de sus ciudadanos, planteen a estos un referéndum por la autodeterminación, el Estado español no dispondrá de demasiadas defensas. Alguna más tendría de aprobarse de urgencia ese nuevo delito de «deslealtad constitucional» planteado por Feijóo. Que ya existe, recordó el candidato, en aquellas democracias occidentales que en su pasado vieron asomar la patita de lobo supremacista, los dientes de fascismos y populismos disfrazados de «partidos del pueblo». Impedir a un destalentado cualquiera que utilice su escaño para amenazar la unidad territorial no sólo parece conveniente para defender el orden constitucional, sino también el sentido del voto y las profundas creencias de un noventa por ciento del electorado español, harto de bravuconadas y chantajes por parte de minorías locales alimentadas con impuestos comunes.
Al margen de la guerra política, prohibir, como se hace en Europa, en Estados Unidos y en buena parte del mundo civilizado, que cuatro intransigentes iluminados chantajeen a millones de demócratas parece, cuando menos, una medida prudente.