Opinión | EL ARTÍCULO DEL DÍA
Uno de los grandes enigmas
Hitler y el nazismo, tratándolos como un todo, es el mayor interrogante de la historia
Hablando de historia, sin tener que llegar a ser especialistas, además de lo que nos enseñaron en los programas de estudios en nuestra infancia y juventud, casi todos nosotros hemos acudido a libros para buscar conocimientos de episodios que nos han llamado la atención. Hoy en vez de libros debería escribir pantallas. Somos curiosos.
A mi, si me preguntasen, diría que Hitler y el nazismo, tratándolos como un todo, es el mayor enigma de la historia. ¿Cómo es posible que en la Alemania de los años treinta del siglo XX triunfase un ideario político como el nazismo, con Adolf Hitler?
Puestos a buscar un punto de partida yo lo situaría en el Tratado de Versalles. Finalizada la Gran Guerra (1914-1918) las potencias vencedoras imponen a las derrotadas, especialmente a Alemania, unas condiciones reparadoras de imposible cumplimiento. Si escribo draconianas no creo apartarme mucho del tenor de aquel tratado. En los años posteriores a su derrota en la guerra Alemania tiene que pagar a las potencias vencedoras unas cantidades económicas que condenan a los ciudadanos de ese país a vivir en condiciones durísimas.
Otra de las consecuencias de aquella guerra fue el fin del imperio, tras la abdicación de Guillermo II el 9 de noviembre de 1918, y el nacimiento de la república, que sería conocida como de Weimar, por ser en esta ciudad donde se elaboró la constitución de 1919, que sería la norma principal de ese nuevo tiempo tras la guerra. Esta norma es magnífica en teoría, todo muy correcto, y quiso fijar como gran principio la antítesis de lo que había sido el imperio. Antes el autoritarismo, ahora la democracia y el parlamentarismo como centro de la vida política. En la práctica este período resultó ingobernable, por el diseño de la constitución, poco práctica, y, sobre todo, por las tensiones entre los diferentes agentes políticos.
Situamos en 1933 el acceso de Hitler al poder ya que el 30 de enero de ese año fue nombrado canciller y el 23 de marzo hizo aprobar al parlamento la ley habilitante que le daba casi plenos poderes. Al morir el presidente Hindenburg el 2 de agosto de 1934 unificó la presidencia de la república y el gobierno, sometiendo a referéndum el 19 de eses mes la asunción de plenos poderes, la dictadura.
Para llegar hasta ahí el camino había sido largo, lleno de violencia, que le llevó incluso a prisión, con intervenciones públicas cargadas de odio y en las que fue desgranando su ideario: nacionalismo extremo, antisemitismo, totalitarismo, racismo. Pero no estuvo solo ya que eficaces colaboradores le ayudaron a extender su doctrina, con un personaje siniestro como principal ideólogo y difusor de la propaganda nazi: Goebbels (una mentira mil veces repetida se convierte en verdad).
Y esta es la gran pregunta, con la que he comenzado este artículo, el gran enigma: ¿Y qué hicieron la mayoría de los alemanes? ¿Cómo un pueblo avanzado y culto pudo ser colaborador necesario de este asesino?
Odio, propaganda, violencia, pobreza y una cierta cobardía, más un liderazgo carismático. He situado el odio en primer lugar porque creo que es el principal motor del nazismo. Lo hago porque en el mundo en el que vivimos creo que hay mucho odio, en el ciudadano medio, no hay más que echar una ojeada a ciertas redes sociales. Y he acabado con el liderazgo, decisivo. No hay líderes hoy, yo no los veo, comparables con Hitler, no hasta ese extremo, pero sí muy peligrosos. Trump, Netanyahu, los ayatolás iraníes, Putin, los dictadores africanos, los líderes de Hamás. Y cerca, aunque no en el primer nivel, Bolsonaro, Salvini, Wilders, Orbán. Y el último llegado a la lista: Milei, el próximo presidente de Argentina, con sus insultos a casi todos los demás y su motosierra, gestos cargados de odio y violencia.
He dejado para el final a nuestro país, donde sólo me voy a quedar en una anécdota personal, y que cada cual saque sus conclusiones. Hace unos días, paseando cerca del Pabellón Puente, escuché algo parecido a unos gritos que alguien emitía lejos de mí, por detrás. Poco a poco se fueron haciendo más audibles y escuché esto: rojos de mierda, iros a vuestra puta casa, viva España, una grande y libre, cabrones. Me volví y a unos pocos metros vi a un individuo que me miraba desafiante, de unos cuarenta años, bien vestido, acompañado por un perro de grandes dimensiones, libre, sin atadura alguna. Llevaba a su espalda una pequeña bolsa. En el cuello del perro y en la mochila pude ver la bandera de nuestro país. Al alejarse seguía chillando frases similares a las emitidas antes. Seguí mi camino y él también, de forma que terminaron divergiendo.
Alguien debería pensar en dejar de sembrar odio.
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