Opinión | Sala de máquinas

Arabia

Hay libros cuyo aroma a clásicos nos seduce desde las primeras páginas. Si, en efecto, han alcanzado ese grado de clasicismo, si pertenecen a la esfera de lo permanente, de lo incombustible, lo son por su estilo, por su lógica y claridad expositivas, pero también, claro está, por los temas que abordan. Cuando los asuntos a tratar son universales y afectan en profundidad a la naturaleza humana su texto nos interesa y conmueve en lo más hondo; decimos entonces, a falta de mejor elogio, que ese libro «es un clásico»; y que, en una cadena de encantamientos trenzados de imaginación y tiempo, fascinará a nuestros hijos y nietos. Sería el caso, presumo, de Arenas de Arabia, de Wilfred Thesiger, un prodigioso relato de exploraciones y aventuras recientemente editado por el sello Capitán Swing.

Nacido en Adis Abeba, la capital de Etiopía, en 1910, y fallecido en Londres en 2003, Thesiger fue dueño de una fabulosa biografía, a la altura de los grandes exploradores decimonónicos, cuyo espíritu heredó. Educado en Eton y en Oxford, vivió numerosas peripecias y acontecimientos históricos en el llamado Cuerno de África, como la mítica coronación del último emperador etíope Haile Selassie.

Pero sería sus alucinantes periplos por lo que él denominaba el «Territorio vacío», por los inmensos y yermos desiertos de Arabia Saudí, donde Thesiger creyó descubrir en la filosofía de sus pueblos nómadas –y así nos lo dejó escrito–, la esencia misma de la «arabidad», lo mejor del pueblo árabe: su valor, su hospitalidad, nobleza y capacidad de supervivencia cimentada en la aceptación de las difíciles condiciones climáticas a la que están obligados a sobrevivir, al tiempo que alegremente celebran los rituales de la vida al aire libre, de la vida misma.

En estos tiempos de demonización del mundo árabe, de crítica globalizada contra muchas de sus manifestaciones y costumbres, haríamos bien en tratar de descubrir, como hizo Thesiger, los valores de un pueblo que, no por haber conservado anacronismos y degenerado en fanáticas guerras, no por haber fracasado en sus intentos de abrazar la democracia como sistema político y abrir el puño del monolitismo religioso, deja de maravillar con un deslumbrante legado.

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