Opinión | EL ARTÍCULO DEL DÍA
Espejismo
Será siempre el color el que nos permita distinguir la realidad de un mundo mestizo
La ciudad es pura policromía. Sus colores tejen a nuestro paso briznas de luces que giran y giran en el gran caleidoscopio, y viajamos abducidos por el tiempo, eternamente rodeados de cosas y de casos, peligrosamente asediados por el caos, que nunca se produce del todo, quizá, porque la impronta caótica que tienen en el fondo los planos de una urbe nazca de la misma estructura primigenia del poblado.
Lo primero que refulge en las calles es la masa abigarrada de personas que las cruzan, o que simplemente transitan en su deambular. Pareciera que cada raza con la que nos cruzamos hubiera sido siempre de aquí, y que desde una memoria milenaria los habitantes de cualquier barrio hubieran nacido amarillos, o negros, o cobrizos, incluso blancos, descendientes de sus correspondientes antecesores. No debería extrañar que, en el compás vertiginoso de la paleta de colores ciudadanos, las pieles fueran tan sólo una gama más en el crisol del arco iris y la definición del mestizaje, la propia síntesis del Ser. Extraña, sin embargo, el resultado de cruces de silencios imposibles, y el mundo se hace pequeño, se refugia en el límite preciso de la arquitectura propia; fuera, la ciudad es un oasis en el que recalan ancestrales caravanas que un día transitaron, pongamos, por la ruta de la seda. Si no fuera por pretender la utopía, se diría que la Arcadia no está en este lugar, pero podría estarlo si el color apelara a la utopía.
En el escenario donde se mezclan las distintas pieles, el decorado es hostil. Forma una insoportable mezcolanza de sonidos, de peligros al acecho con aristas de metal, de emboscadas por selvas con trampas intrincadas; resulta difícil no acudir al color allá por donde se halle, a la atención por lo simplemente humano. Ser ciudadano se ha convertido es una adicción que necesita del fragor del tráfico y del latigazo de la prisa; yonquis del humo ponzoñoso, buscamos la rehabilitación bajo el cobijo de un árbol y sucumbimos entre el influjo sicotrópico de los escaparates. Vivir en la ciudad tiene mucho de delirante. En el zoco en que todo se trafica, carecer de valor lleva implícito el anonimato, pertenecer a la marea anónima que ocupa los espacios imprevistos del volumen. Los delirios, al final, vienen con la tragicomedia de vivir, que nos cede un papel cada vez más pequeño a pesar de que somos más cada día.
Será siempre el color el que nos permita distinguir la realidad de un mundo mestizo. Del mundo real de todas las razas que ascienden por la torre de Babel en busca del destino. El color es, en su calidad de punto de encuentro, el que pone nombre a las cosas, el que humaniza el tránsito por la diversidad. La pureza de raza es una gran entelequia cuando somos resultado de un cruce entre especies. Los ancestros viajan en los ojos de los que te cruzas en un semáforo y cada piel proclama su identidad en el torbellino de los orígenes. Así, la ciudad es un crisol de seres y edificios, un escenario de refracción de fachadas y reflejos de luz en sus miles de cristales, y, a la vez, asfalto donde circulan los pasos perdidos, que tienen que llevar a algún sitio al margen de espejismos. Es cuestión de tiempo que la identidad racial pierda sus atributos y la hegemonía tendrá otra manera de imponerse. Ser diferente dejará de tener importancia, y el origen, una simple cuestión de recuerdos en el álbum familiar. Es necesario no perder el temple para no caer en demagogias que acuden a entorpecer lo natural. Las oleadas de recién llegados aumentan, precisamente en busca de respuestas de quién tiene más derechos a vivir el espejismo. Si fuéramos objetivos sabríamos que a lo largo de los tiempos hemos vivido el espejismo de creernos mejores que los demás. Craso error, y peligroso, porque poner el collar al perro exige de razones que nos superan. Mientras unos discuten de riqueza y el uso mal entendido, otros huyen de pobrezas sobrevenidas que les empuja al derecho de probar fortuna en cualquier parte. Poner puertas al campo es, a la vez, agotador e inútil. La clave podría estar en acabar con las diferencias entre nosotros, los seres humanos, asumiendo que somos iguales desde el momento de nacer. Claro, que, para eso, sería necesario empezar de nuevo creando una nueva raza con otros dioses más ecuánimes.
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