Opinión | AL TRASLUZ

Democracia sin ética, conjunto vacío

En un mundo como el de hoy, pero también como el de antes en que la tentación por extender las propias creencias no es privativa de unos pocos sino rasgo común a todos, el único camino posible es el del diálogo

No es preciso ser un avezado conocedor del pensamiento de Maquiavelo o de Condorcet para saber que la verdad no es el objeto de la política. Cualquiera que sea el régimen político en que pensemos, todos ellos, aun con sus sustanciales diferencias, se fundamentan y desarrollan en medio de la tensión y gestión dialéctica de tres conceptos: interés, supervivencia y justicia. La verdad no está invitada a la mesa. Por supuesto la moral entra a través de la idea sustentada de justicia, y lo cierto es que teorías sobre lo que es justo y sobre lo que no es las hay para todos los gustos y credos. ¿Cómo hacer entonces? ¿Cuál es la medida de lo correcto? En un mundo como el de hoy, pero también como el de antes, no nos engañemos, en que la tentación por extender las propias creencias no es privativa de unos pocos sino rasgo común a todos, el único camino posible es el del diálogo. Mucho ha dicho y pensado Habermas al respecto desde y para la Filosofía jurídica, con miras puestas en el necesario pero cada vez más frágil entendimiento en un contexto que se complica y polariza por momentos. Por supuesto, la reclamación del diálogo como senda moral y útil no es patrimonio exclusivo de ese pensador alemán. Antes que él, con profunda convicción y en momentos de especial dificultad, Camus también se ocupó de ello. El nuestro, como el de Camus, es un mundo desdichado. Sobran los ejemplos. Ante una afirmación tan categórica los interrogantes se multiplican: ¿por qué?, ¿hay culpables?, ¿quiénes son?, ¿puede hacerse algo?, ¿qué? Durante mucho tiempo se creyó que la democracia, o mejor, las democracias en plural evitarían o resolverían los conflictos a través de procedimientos dialogados. La esperanza depositada en ellas –y sigo con el plural porque no hay una sino muchas y muy distintas democracias– ha insuflado algunos de los mejores años de la vida en Europa y fuera de ella. Con todo no es ni inteligente ni sensato caer en la autocomplacencia. Varios motivos nos lo impiden: basta con prestar algo de atención a los medios de comunicación para saber que hoy el mundo es peligroso, que las voluntades de supervivencia y poder se conciben e interpretan a costa de la derrota, e incluso aniquilación si fuera necesaria, del enemigo. Y ello ocurre tanto en el seno de regímenes autoritarios como de los democráticos, sin existir necesariamente ni en todos los casos significativas diferencias entre ellos. Por otro lado, la clásica contraposición entre democracia y tiranía ha ido perdiendo en determinados supuestos la clara divisoria que los separaba. La alternativa democracia versus tiranía no sigue el guión de los discursos teóricos y la esperanza de muchos. En palabras de Cynthia Fleury, la democracia padece serias patologías. En mi opinión, ciertas paradojas y contradicciones en que incurrimos y de las que no acabamos de encontrar salida no ayudan precisamente al fortalecimiento de la democracia, pero lo que, por encima de todo, entiendo que mina su credibilidad y por tanto futuro es la creciente ausencia de la altura moral requerida. A mi juicio, pero también al de Benner, por tener en cuenta la fundada opinión de reconocidos expertos, «las instituciones mejor diseñadas sólo funcionan bien a lo largo del tiempo si las personas que viven bajo ellas se comportan más o menos como el diseño indica que deben hacerlo». De poco sirve crear normas e instituciones jurídicas excelentes si quienes deben respetarlas, «subvierten sus objetivos básicos sin quebrantar ninguna formalidad». La responsabilidad es significativamente mayor por parte de quienes conforman el legislativo, el ejecutivo y el judicial pero no es menor para el común de los mortales. Todos estamos obligados a respetar tanto la letra como el espíritu de la democracia si no queremos que el invento se escape entre nuestros dedos como arena seca. Y ello me es válido tanto a nivel nacional como internacional, para cristianos, judíos y musulmanes, creyentes y no creyentes, practicantes y escépticos. Al margen de credos religiosos, e incluso por encima de ellos, si el diálogo sincero que la moralidad compromete no ocupa el lugar central de la convivencia, la frustración política y social será sólo cuestión de tiempo.

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