Opinión | ANÁLISIS

Víctor Lucea

ZARAGOZA

Derribos culturales

Detengámonos por un instante a pensar en las consecuencias de este tipo de derribos «invisibles»

Representación de la obra ‘El barbero de Sevilla’, en la II Temporada de Lírica y Danza, en el Teatro Principal.

Representación de la obra ‘El barbero de Sevilla’, en la II Temporada de Lírica y Danza, en el Teatro Principal. / EL PERIÓDICO

Ha pasado poco más de un año desde el cambio de Gobierno en Aragón, pero no cabe duda de que los nuevos responsables de cultura han decidido articular sus políticas sobre las cenizas de lo anterior. Una política de derribo y tabla rasa. Y nos preguntamos si en algo tan complejo y sensible como la gestión cultural, no hubieran sido deseables mayores dosis de contención y paciencia. Me explico.

Además de trabajar en muchas otras líneas, en esos cuatro años concedimos atención especial a la música, carentes como estamos de infraestructuras culturales normales en cualquier territorio con una ciudad del tamaño de Zaragoza. Es, y por extensión Aragón, excepción europea por no contar con orquesta pública, ni orquesta joven, ni temporada lírica, ni banda sinfónica. Por primera vez y de forma histórica, un presidente autonómico, Javier Lambán, quiso generar una orquesta para la región, piedra angular de una nueva arquitectura musical destinada a fomentar el disfrute musical entre toda la ciudadanía aragonesa. Y dispusimos algunos cimientos para dinamizar disciplinas afines, creando una digna Temporada de Lírica y Danza y robusteciendo el festival Múver.

Producciones singulares

El Múver, que alcanzó seis ediciones, ha sido cancelado. Y es sabido que la temporada lo será también sin lugar a dudas. El primero acogió a artistas y compañías de primer orden, y con la temporada se volvió a producir ópera en Aragón (aquel energizante 'Barbero de Sevilla') o se rescataron piezas singulares ('Cantata Aragón', de Bretón). Logramos posicionar al gobierno como un agente culturalmente activo, capaz de proponer y abanderar proyectos, abierto a la colaboración institucional (aunque ahora se diga lo contrario). Y quisimos señalar un camino que en algún momento abandonamos: el de la primera división musical, reclamando la tradición lírica y sinfónica de nuestra tierra y, sobre todo, planteando la posibilidad (un punto subversiva) de que no se dependiera de intermediarios institucionales o empresariales para decidir sobre el modo de desplegar las políticas culturales en nuestra tierra.

En el común denominador de ambas propuestas, la idea de que las instituciones pueden (deben) ofrecer a la ciudadanía manifestaciones culturales plurales e innovadoras, llegando allí donde el mercado no llega. La cultura supone una inversión en intangibles de valor, implica retornos sociales sutiles y difíciles de calibrar, pero que a la larga promueven ciudadanías más sensibles, respetuosas y críticas, y también libres. Y la palabra, en estos tiempos que nos toca vivir, es casi radical. Esa apuesta, en el terreno de las políticas culturales, requiere de análisis, mirada comparada, estrategias de largo recorrido y voluntad para abstraerse de la tiranía de la métrica cuantitativa. Esa fue nuestra manera de acercarnos al compromiso cultural.

Mimbres sociales, económicos y culturales

Trabajamos denodadamente, con pasión, por impulsar un proyecto sinfónico autonómico. No por el mero hecho de que existiera en otros territorios, sino porque entendimos que existen los mimbres sociales, económicos y culturales para hacerlo, y porque constituye una plataforma cultural de primer orden que, bien gestionada, mueve un engranaje virtuoso: profesionalización, difusión del patrimonio, enseña institucional, motor económico, acción social, instrumento pedagógico, reputación cultural. Está todo inventado. Es la ventaja de llegar tarde.

En un proceso de muchos meses (imposible forjar un organismo administrativo en quince días, como también se dijo), estudiamos el ecosistema de orquestas de España, escribimos los estatutos de la Fundación Sinfónica, se aprobó su creación, se consiguió financiación para lanzar el proyecto y se publicaron inmaculadas convocatorias públicas, contando con expertos de primer nivel para valorar candidaturas. En perspectiva, faltaron tiempo (pandemia mediante) y alianzas. Inexplicablemente (o no), el sector cultural percibió el proceso como una amenaza, y pese a que los partidos se habían mostrado de acuerdo con la idea, llegado el momento se utilizó políticamente. Así marcado, el proyecto sinfónico, que podría haber sobrevolado el cambio de legislatura de haberse manejado con el cuidado que merecía, que podía haberse modificado a partir del trabajo realizado, ha sido rechazado con un sonoro portazo por parte del Gobierno de Azcón. Pese a las declaraciones del PP comprometiéndose a gestionarlo una vez en el Pignatelli.

Acercamiento a los territorios

Es evidente que, alcanzado el poder, un gobierno tiene legitimidad para establecer sus políticas y prioridades. Nadie lo discute. Pero parece oportuno hacerlo con la verdad y sin atajos argumentales. Cuando se dice que la oferta musical ya está satisfecha, no se piensa más allá de Zaragoza, ni se conoce la tarea de acercamiento a los territorios que realizan las orquestas de nuestro país. Cuando se dice que ya vienen grandes formaciones a Zaragoza, no se dice que son otras regiones y ciudades las que promueven su imagen cultural, privando a los aragoneses de un potente elemento de identidad y disfrute. Cuando se dice que una orquesta no puede ser una vía «estatalista» de empleo para los músicos, no se dice que ya existen orquestas diseñadas con contratación específica y por proyectos. Cuando se dice que una orquesta no es «sostenible», se omite decir que el proyecto que se entierra hubiera sido de los más económicos de España. Y bueno, cuando para detener esta «irresponsable» iniciativa se dice en sede parlamentaria que «Aragón es una comunidad modesta»... a uno se le terminan por caer, en año de récord presupuestario y con inversiones millonarias por doquier, los palos del sombrajo.

Está todo dicho. Sobre esto han dejado claro que no hay vuelta atrás. Pero como ciudadanos, detengámonos por un instante a pensar en las consecuencias de este tipo de derribos «invisibles», en apariencia indoloros porque no actúan sobre muros o tabiques sino sobre programaciones de naturaleza efímera y oportunidades malogradas. Pero que dejan en el colectivo un escombro indudable de empobrecimiento cultural. Y puestos a recomendar, cuidémonos mucho de la certeza inapelable con la que en ocasiones se expresa el desconocimiento para evitar, amigo como es de la indolencia, acometer empresas complejas. 

*Víctor Lucea es exdirector general de Cultura del Gobierno de Aragón

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