Opinión | firma invitada
‘Solo el pueblo salva al pueblo’
El populismo es un discurso que apela directamente a las gentes a la vez que descalifica al conjunto del sistema político encargado de representarlas. En el fondo denuncia un problema inherente a la democracia que tenemos.
Por un lado, aunque este artefacto hace recaer la soberanía en el pueblo, las élites suelen arrogarse la tarea de interpretarlo, educarlo y conducirlo según sus gustos, a la vez que algunas de ellas usan el poder de intermediación en beneficio propio.
Por otro lado, las gentes, unas veces porque intuyen el mangoneo y otras por que hacen más caso a su propio deseo, además de indignarse y salir a la calle, como en el 15M, también se retraen de la participación y prefieren actividades quizás menos nobles, como el juego, la fiesta o el consumo, pero en las que, esta vez sí, invierten deseo y obtienen placer, aunque este sea ilusorio o efímero.
Por ambas razones, en el lugar donde el kratos o el poder y el demos o las gentes debieran unirse solo hay un inquietante vacío. Pues bien, el populismo no soluciona el problema porque, pese a señalar la pérdida de demos que padece la democracia, endurece más aún la importancia del kratos, ya que abusa del liderazgo, y apela a las más bajas pasiones para exagerar la distinción nosotros/otros en la que se basa todo poder, así que, a la postre, el discurso no pasa de ser un engaño más.
Afortunadamente, desde los mismos orígenes de la modernidad, frente al trampantojo de la democracia y la falsa solución populista, mucha actividad política, convencida de que el demos y el kratos mezclan muy mal, ha apostado por dejar de lado la jerarquía, el poder y la exigencia general de obediencia que inevitablemente trae consigo el kratos, para dejarse llevar por la autonomía, ejercida de abajo a arriba y siempre de un modo local, que tiende a protagonizar el demos, no solo en situaciones inestables, como las catástrofes, donde el kratos siempre se revela inoperante, sino también en las estables, ordenando y gestionando con modos más amables tanto las relaciones entre las gentes como de estas con los recursos, el entorno o los otros.
Este arraigado hábito no siempre ha recibido mucha comprensión de los analistas. Como élites que son, en este caso del pensar, están demasiado acostumbrados a ir de la mano de la política profesional. Por eso, la autoorganización anárquica ha oscilado entre la invisibilidad y la mala opinión. Sin embargo, ahí está.
Quizás en Valencia, que tiene experiencia y tradición de sobras, esté asomando, una vez más, la potencia autoorganizadora de las gentes, en este caso para resolver los problemas derivados de la incompetencia de las élites antes, durante y después de la DANA. Aunque quizás, solo sea, una vez más, simple populismo.
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