Opinión | EDITORIAL
Renace Notre Dame en plena crisis
La profundidad de la crisis política en Francia empaña, en parte, la reapertura de la catedral de Notre Dame, cinco años después del pavoroso incendio que estuvo a un paso de arrasarla. La grandiosidad escénica del momento, con la concentración hoy de gobernantes y personalidades de todo el mundo, queda opacada por la incertidumbre que se ha adueñado del discurrir de la política francesa. Al mencionar el presidente Emmanuel Macron en su discurso del jueves la reconstrucción del gran templo como ejemplo de los logros que son posibles mediante la unidad de la nación no hizo otra cosa que subrayar la debilidad de Francia en un momento de fragmentación política extrema. De tal manera que el brillo de los fastos en París coexiste con las incógnitas que se abren sobre el futuro, necesitada Francia de reformas acuciantes para las que es preciso disponer de un Gobierno que ha de presentarse ante una Asamblea Nacional condicionada por la estrategia de los extremos.
La situación de la economía francesa es de emergencia: acumula un déficit público insostenible, no cumple con la mayoría de los criterios establecidos por la Comisión Europea y no puede eludir por más tiempo una serie de reformas que atañen por igual al gasto y a la fiscalidad. La situación política no es menos grave: la planta institucional de la Quinta República, de corte presidencialista, requiere que el Parlamento cuente con una mayoría que pueda sostener al Gobierno sin zancadillas. Tal esquema se ha roto, habida cuenta la división de la Asamblea Nacional en tres grandes bloques antagónicos, incapaces de articular una coalición solvente y estable. Sin que se cumpla tal requisito es poco menos que imposible pensar en la aprobación del presupuesto y en un plan de reformas.
Dicho de otra forma: más allá del entusiasmo popular por la recuperación de Notre Dame no se avizora rastro alguno para una pronta unidad de acción salvo que el presidente se atenga a la realidad, al hecho de que no puede repetir el error de nombrar un primer ministro que, como ha sucedido con el conservador Michel Barnier, quede prisionero de la extrema derecha de Marine Le Pen y margine a la izquierda plural que, de momento, es la minoría más numerosa de la Cámara y vota sin disidencias. Para salir del atolladero resultará tan negativo que Macron persevere en este esquema como que Jean-Luc Mélenchon, líder del conglomerado Nuevo Frente Popular, pretenda que sea este a solas el que ocupe el puente de mando para aplicar su programa, algo inviable con 182 diputados en una Cámara de 577 escaños.
Todos los análisis solventes, anteriores incluso al encargo a Barnier de formar Gobierno, apuntan a que la única salida realista es lograr una alianza de centroizquierda, que inevitablemente romperá el bloque progresista, pero que, al mismo tiempo, desarmará el acoso al Gobierno de la extrema derecha. No se trata de una operación fácil y de rápida concreción, pero es la única que puede evitar crisis encadenadas hasta junio de 2025, cuando el presidente podría convocar nuevas elecciones. Un plazo a todas luces demasiado largo para afrontar lo que más urge: corregir la insostenibilidad del ciclo económico, la profundidad de la crisis social que solo por un día puede atenuar el resplandor de la catedral renacida.
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