Opinión | editorial

Alegría e incertidumbres en Siria

El desmoronamiento de la dictadura de Bashar al Asad en solo 11 días es una de las primeras consecuencias de la introducción de una serie de variables en el panorama cambiante de Oriente Próximo y de escenario geopolítico global. Se ha hecho evidente que una Rusia entrampada en la guerra de Ucrania no puede sostener su red de influencia en escenarios tan alejados como Siria, el Sahel o América Latina y que los daños infligidos por Israel a los satélites de Irán han dejado al régimen sirio sin su otro sostén. El horizonte de Estados Unidos entrando en una nueva era aislacionista en cuanto tome posesión Donald Trump, por otra parte, ya se da por descontando y se ha visto como una oportunidad por algunos actores, como Turquía, mientras otros, como Ucrania o Europa, ven cómo se acerca un auténtico desafío. Los mensajes de Trump una vez los acontecimientos se desencadenaron –«esta no es nuestra lucha», «que pase lo que tenga que pasar», «no nos involucremos»– no hacen más que añadir elementos de incertidumbre sobre cuál será la Siria que surja de los escombros tras la caída del régimen de Asad.

Más allá de la lógica euforia en la calle siria por la liquidación sin apenas resistencia de un régimen cleptocrático basado en la persecución de los adversarios, la represión y la tortura y por el final de una guerra civil de 13 años con 600.000 víctimas y millones de refugiados, se abre un escenario con el resto de no reiniciar otro nuevo conflicto. Los vencedores deben afrontar la conciliación de sus diversos intereses como única forma de emprender la reconstrucción del Estado después de más de medio siglo sometido a los intereses del reducido círculo de la familia Asad y más de una década de destrucción y división sectaria. Y en esta empresa entrarán en juego nuevos actores –Turquía y Catar, dos de los más relevantes–, otros saldrán debilitados –Rusia, Irán y, en el Líbano, Hizbulá– e Israel se mantendrá vigilante desde los altos del Golán. Nada resultará fácil cuando este intrincado cruce de intereses intervenga en un escenario de posguerra extraordinariamente complejo, en el que el grupo islamista que ha encabezado la toma de Damasco es un heredero del ideario de Al Qaeda que aún debe demostrar su moderación y la sinceridad de su disposición a convivir con un mosaico de ramas del islam y minorías drusas y cristianas, y los kurdos se enfrentan a la hostilidad de Turquía y sus milicias aliadas y a un nuevo abandono por parte de EEUU. Incluso dando por supuesto que el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, y el emir de Catar se encuentren en posición de mediar para una transición ordenada, sus respectivos intereses pueden ser incompatible con un escenario de reconciliación entre todos los bandos del conflicto.

Se abre así un espacio a nuevas influencias en un pequeño país rodeado de vecinos con intereses contrapuestos y que debe encarar de inmediato el gran desafío de la vuelta a casa de la mayoría de los seis millones de desplazados internos y de otra cifra similar de refugiados, radicados básicamente en la Unión Europea y Turquía. La situación interna de ambos empujará a estimular este regreso, que sin embargo puede agravar la situación de una economía en ruinas y enfrentada al riesgo de que se prolongue el vacío de poder más allá de toda previsión.

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