El invierno árabe

De 2010 a 2012 floreció la Primavera Árabe. Millones de ciudadanos salieron a la calle en esos países para reclamar los derechos básicos escatimados por sus tiranos gobernantes. Más de 61. 000 muertos después y algunos cambios gatopardianos esa esperanzada primavera se marchitó. Aquel impulso democratizador no beneficiaba a los oligarcas locales y tampoco a un Occidente temeroso del avance islamista. «Los pueblos árabes no están preparados para asumir libertades» era el soterrado argumento para mantener las autocracias y las desigualdades. En Siria el sorprendente derrocamiento del sátrapa Asad ha desatado otra primavera de expectativas en pleno invierno. La partida que juegan los autócratas de Oriente Medio lo ha propiciado, pero ahí siguen todos al acecho: Netanyahu, los ayatolás, las monarquías feudales petroleras, Putin, Hezbolá, Erdogán… Se mantienen in vigilando y no van a permitir que imperen los derechos humanos, esa minucia, sino sus intereses. Además, la rebelión es una jaula de grillos comandada por un ex miembro de Al-Qaeda con piel de cordero. No es difícil prever, por tanto, que esta espontánea floración pueda helarse en cualquier momento. No lo impedirá un Occidente que activó su cerrazón egoísta precisamente con la avalancha de refugiados sirios (¿recuerdan?) y ahora está a por uvas mientras se afianza el poder e influencia de las autocracias (incluyo a Israel) con las que se entenderá el prepotente Trump. El mundo no está para primaveras porque priman por doquier las tendencias autoritarias, también en una Europa y un Estados Unidos atemorizados, amarrados a su bienestar menguante mientras se escuchan los cantos de sirena de la ultraderecha. Difícilmente puede florecer Siria u otro país en esta gélida, malhadada coyuntura, y más en aquellas cálidas latitudes dominadas por depredadores de cualquier esperanza.

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