Opinión | AL TRASLUZ

Sin guion

La libertad, convertida en nuestra principal seña de identidad, motor de nuestra conducta y de nuestra respuesta moral, se ha transfigurado

En estas fechas, cuando la Navidad está tan próxima, vuelven y se repiten algunas costumbres. Creo y quiero creer que la más bella de todas es la de celebrar el cariño de la familia con los que están, con los que quisiéramos que estuviesen y, de algún modo, preparando el camino de los que vendrán. Ello no obsta para que, como cada año, la mezcla de rutina, certidumbre y tradición venga aderezada con altísimas dosis de un consumo dócilmente amaestrado por la publicidad. Cuando era pequeña daba por hecho que mis mayores lo tenían todo claro y si en algún aspecto o asunto me parecía que no era así ello me resultaba incomprensible.

Hoy, cuando la mayor soy yo, comprendo mucho mejor sus perplejidades. Puede que ellos por motivos distintos a los nuestros, incluso es muy probable que en menor medida, pero en todo caso unos y otros vivimos en un mundo de espuma donde no es que «lo sólido se desvanezca en el aire» sino que apenas quedan y permanecen cosas a las que pudiéramos calificar de sólidas. Temo que la conocidísima imagen de Zygmunt Bauman a propósito del mundo líquido que, de forma certera, reflejaba plásticamente el tipo de estructura de la forma de vida moderna, haya podido quedarse corta. Si he de elegir un retrato, a día de hoy me resulta más apropiado el de la espuma que el del líquido.

Entiendo que no basta con afirmar, es necesario justificar o, cuando menos, explicar el porqué del cambio. Pues bien, supongo que a cada época corresponde algo así como una ecuación ética, una especie de fórmula sobre lo que se considera que está bien y por tanto defiende y promueve frente a lo que se rechaza al ser contemplado como nocivo o malvado. No ha habido generación que no haya trasmitido la fórmula heredada ni que, al tiempo, haya dejado sin añadir su aportación a la misma con alguna variante o variantes propias del momento y la coyuntura vivida. Pero las éticas, como cualquier otro tipo de ecuación, han de contar para ser tal con al menos con una incógnita. Y, ¿cuál es la nuestra? Estoy convencida de que en estas fechas es algo más fácil dar con ella y despejarla. Diría que, en buena medida, la libertad, convertida en nuestra principal seña de identidad, motor de nuestra conducta y, por tanto, de nuestra respuesta moral se ha transfigurado.

No es que los valores recibidos hayan sido sometidos a juicio, y que como consecuencia de ello hayamos optado por otros, sino que parece más bien lo contrario, sin examen o reflexión previa el esteticismo se ha adueñado de casi todos ellos. Pero no me refiero a esa rama de la ética que es y siempre fue la estética sino a la que va de la mano de la frivolización de cuanto nos forma y acompaña. Por supuesto, tampoco estoy pensando en el cuidado de la apariencia propia y en el de las cosas que nos rodean, ello forma parte del respeto que nos debemos a nosotros mismos y al de quienes con nosotros van.

A lo que me refiero es a la fugacidad y superficialidad que la frivolización por la que nos hemos decantado han traído consigo. Supongo que ello se debe en parte a que vivimos bajo imperativos contradictorios: propugnamos la universalidad de los derechos humanos, pero se compra en Schein aun a sabiendas o con la seria sospecha de lo que pueda haber detrás. Bajo el dictado de consignas excluyentes y ante la convicción de que los problemas actuales son aporías hemos optado por el camino de la forma sin significado. Pero si no puede negarse que en toda época y cultura ha habido contradicciones, ¿por qué las nuestras resultan mayores y, según algunos irreparables? Quizás tenga algo que ver el hecho de haber arrebatado a la cultura el lugar que le era propio. La cultura, cuyo papel no es (era) otro que el de distinguir lo humano de lo inhumano, ha sido deliberadamente identificada o, en el mejor de los casos, confundida con el ocio.

No hay nada de inocente en el mensaje de que aquello que entretiene es cultura, pues no sólo no lo es, sino que, en ocasiones, lo que entretiene es lo que tiene y mantiene a muchas personas alejadas de cualquier forma de humanismo y humanidad. Un adocenamiento demasiado similar al pan y circo de otras épocas pues es bien conocido el hecho de que el poder autárquico, y parece que el democrático, se está sumando, se ha servido de herramientas de evasión y diversión que evitasen formas contestarias de crítica. A falta de un lugar central para la cultura, la de verdad, no la de pega, sólo cabe esperar improvisación.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents