Opinión | sedimentos

La levedad de las libélulas

Carlos López Otín, eminente científico universal, nos deja maravillados tanto por sus conocimientos sobre la salud como por su profunda humanidad. Merced a un consolidado prestigio, alcanzado a través de investigaciones en el área de la biología molecular sobre el cáncer y el envejecimiento, ha recibido varias nominaciones al Nobel y Princesa de Asturias; de talante sencillo y humilde, una de sus más notables cualidades es la gratitud, de la cual hace gala en cuanto tiene ocasión. Gratitud hacia sus mentores en la Facultad de Medicina de Zaragoza y a quienes le fueron guiando en su desarrollo profesional, orientándole temprano hacia Madrid, donde su primera y gran maestra fue Margarita Salas, la cual cimentó su vocación en bioquímica y biología molecular, trasfondo de sus trabajos sobre la salud, desde una concepción holística basada en un acentuado humanismo.

Carlos creció en un hogar donde se estimuló su ansia de conocimiento, rodeado de unos padres que le inculcaron un gran amor hacia la naturaleza y la ciencia, advirtiéndole sobre la necesidad de estudio y trabajo para que el talento fructifique. Hoy, Carlos, que reprueba la vieja distinción entre letras y ciencias, considera que la creatividad científica no se distingue de la artística, en tanto que admira y respeta la sabiduría natural ejercida por personas sin formación que, autónomas y autodidactas, buscan con insistencia satisfacer su curiosidad y saber más sobre todo cuanto las rodea.

En su reciente obra La levedad de las libélulas, aborda desde una perspectiva innovadora la salud y el bienestar emocional; también concluye que nunca se podrá erradicar totalmente el cáncer, el cual habitará siempre entre nosotros, pues es consustancial al género humano de por sí muy vulnerable ante la enfermedad; sin embargo, su curación será cada día más factible.

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