Opinión | SALA DE MÁQUINAS
La mancha
Una de las grandes cuestiones de la política española es, sin duda, la corrupción. Poco a poco su veneno ha ido pudriendo la raíz moral de una sociedad que se va acostumbrando al hecho de que sus dirigentes roben con cierta asiduidad y frecuencia, sin que casi ninguno de ellos acabe penando.
Ha sucedido antes y sigue sucediendo en muchos países hermanos de Centro y Sudamérica, donde la corrupción es determinante en cuestiones de estado, y donde ha terminado por devorar la raíz ética de su civilización, convirtiéndose en una pauta sistémica, a todos los niveles, desde el presidente hasta el último peón, inclinados a la corrupción por el dinero como hacia un vacío al que irresistiblemente dejarse caer.
En nuestro país, la corrupción ha hecho derribar varios gobiernos. Los últimos de Felipe González, de José María Aznar y de Mariano Rajoy cayeron por el latrocinio de sus gerentes, ministros o personal de confianza. Ninguno de los tres supo o quiso atajar esa horrenda tendencia que tanto daño reputacional les hacía, pero que, al mismo tiempo, nutría las arcas de sus partidos con recursos para pagar las «empresas», las facturas de las sedes, las secretarías, las campañas... Condicionados por la falta de ingresos y por el hecho probado de que las cuotas de los militantes no pueden cubrir los gastos, las presidencias, los comités y secretariados generales de los grandes partidos han hecho una y otra vez la vista gorda a determinadas operaciones irregulares y enriquecimientos ilícitos, con la tácita excusa de beneficiar al resto de los honrados militantes de sus siglas. Por muy humana que esta actitud pueda parecer no deja de ser errónea y seguramente delictiva.
La aritmética parlamentaria, a base de mociones, la opinión pública o, sobre todo, las urnas, han venido combatiendo a su manera la corrupción, pero ésta, como un topo en el jardín de la democracia, sigue cavando sus túneles y debilitando el piso donde se asienta la casa de todos. Ayer fue el PP el que mostraba a la vista la escoria de su construcción; hoy es el Partido Socialista el que trata de enjalbegar paredes corroídas por el óxido del vil metal.
Y mucho cuidado porque esa mancha, si no se va pronto, acabará extendiéndose por todo el cuerpo electoral y reclamando, como vacuna, la oposición.
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