Opinión | con la venia
La socialdemocracia, en peligro
Los profesionales pesimistas deberían saber que sus análisis y diagnósticos no son precisamente novedosos. Ortega y Gasset hace más de ochenta años decía lo siguiente: «...Con más medios, más saber, más técnicas que nunca, resulta que el mundo actual se contempla como el más desdichado que haya existido... Un mundo puramente a la deriva». Descripción que suscribirían hoy muchos pensadores. Es el tópico más venerable y asombrosamente respetado no sólo dentro del catálogo de saberes y dichos populares, sino también, curiosamente, en medios intelectuales. Ahora, como siempre, lo único inteligente es militar en el valor del optimismo, aunque coyunturalmente se cotice a la baja.
Richard Layard, prestigioso economista inglés, llegó en su día a la conclusión de que para la mayoría de los occidentales la felicidad no ha avanzado desde hace más de un siglo a pesar de que la prosperidad se ha duplicado. En el Reino Unido las personas con incapacidad laboral por estrés o depresión son más que los que cobran el paro. Quizás aquí se llegaría a parecida conclusión.
Hoy sabemos que se ha perdido la fe en el progreso acumulativo y constante como valor heredado del racionalismo científico. Sabemos que la libertad puede retroceder, que se puede vivir con miedo y que el nivel económico de nuestros hijos puede ser peor que el nuestro.
El mundo afronta riesgos de una dimensión desconocida hasta ahora. Si añadimos la falta de referencias ideológicas claras y precisas, y la pérdida de la fe en el dogma del progreso permanente de la ciencia, podemos afirmar que ha desaparecido el motor de las sociedades occidentales durante los dos últimos siglos
De los restos del naufragio de las grandes ideologías clásicas nos queda un auge imparable del individualismo, una evidente dificultad para definir espacios de interés colectivo y una virulenta acometida por parte de los viejos y nuevos fundamentalismos, que constituyen la respuesta, aunque no racional sí esperable, frente a la coyuntura de cambio y desconcierto en el que estamos inmersos.
En nuestro mundo globalizado sigue habiendo oportunidades para construir un planeta más solidario, más libre, donde sentir y repartir felicidad, único objetivo decente de eso que llamamos «hacer política». Hemos de reconocer que la socialdemocracia está en un momento delicado cuando no en serio retroceso. Desalienta observar la abrumadora hegemonía de un presente que ha reducido al mínimo el espacio intelectual necesario para un futuro razonable. El porvenir no interesa y dejar de creer en el futuro es una garantía infalible de que no habrá futuro. La fe colectiva en el progreso se ha disipado y con ello se han deteriorado los programas políticos, el consenso social y la confianza en la política y en los partidos. Pese a todo, creo que el ideal de la socialdemocracia sigue siendo el mejor de los futuros posibles, por mucho que las organizaciones que lo crearon estén en crisis.
Para ello es imprescindible que los líderes políticos de antes y de ahora admitan los cambios de nuestro modelo social. Sin renunciar a los valores del verdadero liberalismo político y sin nostalgia podremos abordar la crisis planteando con claridad que el moderno capitalismo financiero global necesita ser transformado desde la premisa inviolable de la igualdad y la justicia social.
Hoy, lo peor que podríamos hacer los socialistas es caer en una radicalización que aleje la posibilidad de implicar a la amplia mayoría necesaria para cambiar el modelo económico actual. Si el socialismo democrático quiere tener algún futuro debe empezar por identificar, diagnosticar y adaptarse a la nueva realidad social y demográfica sobre la que construir su representación política, desde el momento en que el apoyo de una extensa clase de trabajadores industriales está muy debilitada hoy o ya no existe. Hay que superar el viejo concepto del proletariado y sustituirlo por el concepto de ciudadanos informados.
También toca examinar la situación y viabilidad del «Estado del Bienestar» y afrontar en serio la cuestión de su sostenibilidad en un contexto social y productivo diferente del que se estableció en su momento fundacional. Las afirmaciones del tipo «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» o «ahora hay que ahorrar» cuando sería más patriótico consumir, sirven como pretexto ideológico para justificar luego la privatización de los grandes pilares de nuestro modelo social (educación, sanidad, pensiones). Es preciso adoptar las políticas necesarias para garantizar su vigencia pero calculando si en términos económicos tenemos recursos suficientes para mantener esas prestaciones en los mismos niveles que hoy, tras varias crisis acumuladas. Hemos de atrevernos a deslindar el contenido esencial de tales prestaciones de aquellas otras de carácter periférico, abordables por otras vías, sobre todo, cuando esa revisión es la única forma para garantizar el contenido esencial.
Mientras los progresistas no seamos capaces de establecer objetivos comunes y concretos, será imposible avanzar. Y es urgente hacerlo, pese a que –ciertamente– ni los líderes ni sus proyectos pueden resultan atractivos para recuperar la esperanza perdida.
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