Opinión | EL ARTÍCULO DEL DÍA

Europa en el siglo de los logos

En 1994, el historiador Eric Hobsbawm hizo suyo el concepto de «siglo corto» para describir el periodo transcurrido entre el estallido de la Primera Guerra Mundial y la caída del Telón de Acero, aunque desde nuestra perspectiva actual podríamos sugerir que el siglo XX no concluyó hasta varios años después, al menos hasta los atentados del 11 de septiembre de 2001, el evento que marcó, como gran punto de inflexión, el comienzo del declive del dominio estadounidense, justo cuando de manera paradójica alcanzaba su apogeo como superpotencia global.

El siglo XXI comenzó con la única gran potencia embarcada en guerras interminables en Irak y Afganistán, y con la consolidación de otras emergentes como China e India, y continúa con una transición hacia un mundo multipolar que, esta es la gran novedad, no estará sólo liderado por los Estados tradicionales, sino también por otros actores que ejercerán el dominio del tablero: las grandes corporaciones.

A medida que avanzamos en este siglo, el poder político, económico y militar de los Estados enfrenta un desafío inédito surgido de actores transnacionales con un alcance y una influencia que trascienden las fronteras de los países. Estas entidades no lucen banderas, sino logos, y compiten en riqueza e influencia con buena parte de los países del mundo. Solo un dato: la capitalización bursátil de las diez principales empresas tecnológicas supera el PIB anual acumulado de Alemania, Francia, Japón e India.

El cambio es más profundo que una simple redistribución del poder. Las corporaciones no buscan dominar por la fuerza militar ni mediante el poder blando tradicional, sino a través de algo mucho más sutil: el control de los datos, los medios de comunicación y, cada vez más, de los propios gobiernos.

En este nuevo paradigma, el individuo ocupa un lugar central pero no como ciudadano, sino como producto. Los datos personales –gustos, hábitos de compra, interacciones sociales– se han convertido en la mercancía más valiosa de nuestro tiempo, y estas grandes corporaciones tecnológicas han diseñado ecosistemas en los que cada clic y cada búsqueda alimenta un ciclo económico basado en la explotación de la privacidad.

Paradójicamente, esta despersonalización del individuo se presenta como una exaltación de la libertad personal. La ideología de un mercado radicalmente liberal encuentra su expresión más pura en plataformas que prometen conectar a las personas, pero que, en el fondo, las atomizan y las convierten en engranajes de un sistema destinado a maximizar beneficios.

Un factor clave en este modelo es la corriente antiestatista que algunos de los más grandes capitales promueven activamente. Frente a ello, los Estados son los únicos actores con la capacidad de regular el poder económico y poner límites, algo que los convierte en el principal obstáculo, quizás el único, para quienes buscan un control sin restricciones.

Como respuesta, las grandes fortunas han intensificado sus esfuerzos por influir en los gobiernos y, cuando eso no es suficiente, comprarlos directamente. La adquisición de grandes cabeceras de medios de comunicación tradicionales por parte de magnates como Jeff Bezos o Elon Musk no es un simple capricho, sino el primer paso de una estrategia calculada para moldear el discurso público cuya siguiente etapa es mucho más inquietante: la incursión directa en la arena política.

Tenemos cada vez más ejemplos: la llegada a la presidencia de Argentina de Javier Milei –con el respaldo de poderosos intereses económicos– o la participación de Elon Musk en la campaña de Donald Trump, son solo algunos que ilustran cómo las grandes fortunas están tomando posiciones en el ámbito gubernamental. El propio Musk ha anunció hace unos días su intención de apoyar y sostener económicamente a los partidos de ultraderecha en Europa y acaba de pedir el voto para la AfD en Alemania, lo que sugiere una intervención aún más directa en los procesos democráticos e igualmente que el Viejo Continente es la entidad política que supone una mayor amenaza para las aspiraciones de las grandes fortunas.

Y es que, en este escenario global dominado por corporaciones y agendas ultraliberales, Europa emerge como referente crucial de un modelo alternativo. A diferencia de otros espacios y áreas geográficas, el proyecto europeo ha buscado conciliar la protección de los derechos individuales con la defensa del bienestar colectivo. Las políticas de protección de datos –como el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR)– y las iniciativas para regular a los gigantes tecnológicos (incluyendo las grandes y millonarias sanciones económicas por las prácticas monopolísticas, la evasión de impuestos o el abuso de posición dominante) son ejemplos claros de cómo se puede responder a los desafíos contemporáneos.

Este enfoque que ofrece una visión esperanzadora de cómo es posible construir una sociedad en la que el poder económico no prevalezca sobre el bienestar colectivo ni los derechos democráticos es clave en la construcción del modelo de Europa que está siendo decidido (y cuestionado por algunos) en estos tiempos cruciales. La pregunta no es sólo qué lugar ocupará la UE en el panorama global, sino qué tipo de sociedad desean construir los europeos del siglo XXI.

La disyuntiva es entre apostar por los valores de protección colectiva o por los impulsos individualistas moldeados por las dinámicas globales, y las preguntas, obvias: ¿debe Europa reforzar su modelo de regulación para proteger a sus ciudadanos frente al creciente poder de las corporaciones?, ¿sucumbirá a las presiones externas que buscan debilitar el tejido social y político?

La respuesta a estas cuestiones determinará no solo el destino de los europeos, sino también si Europa puede seguir siendo un faro de equidad, democracia y protección de derechos en un mundo cada vez más dominado por intereses corporativos. Porque, y esto es crucial tenerlo en cuenta, el fin del dominio de las grandes potencias tradicionales no implica necesariamente una distribución más equitativa del poder. Por el contrario, podría llevarnos a un mundo postdemocrático donde las decisiones clave no se tomen en parlamentos o congresos, sino en las salas de juntas de las grandes corporaciones.

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