Opinión | sedimentos
Enero
Quedan ya en el recuerdo las pasadas navidades; memoria feliz para muchos, de liberación para otros y, sobre todo, otras, sufridoras de fuertes ajetreos, tras horas y horas de compras y cocina, preámbulo de un sabroso compartir de mesa y mantel. Casi siempre satisfactoria compensación para un esfuerzo de alta intensidad; eso sí, este no tan compartido.
Quedan ya lejos también los Reyes, esa noche de ilusión y de regalos, en especial para los peques, sin lugar a indemnización por las laboriosas horas extras y con nocturnidad, efectuadas por camellos, camelleros y monarcas.
Y queda aún por superar el pesaroso enfrentamiento a lo que se viene conociendo como cuesta de enero, cuando toca financiar el dispendio navideño, así como, curiosa paradoja, un gesto muy típico de estas fechas: la programación de alguna que otra visita al gimnasio para borrar las huellas de tanta comilona: no hay pena, aseguran los entrenadores personales, que muy rara vez tan fervientes propósitos perdurarán lo suficiente para florecer en primavera. No obstante, son los comercios abarrotados donde se observan mayores tasas de aglomeración; en sus puertas, ansiosos buscadores de gangas se cruzan con clientes que portan su bolsita con prendas para cambiar. Pero son los primeros quienes peor lo tienen, pues faltan tallas, el producto tal vez ya no existe o la rebaja es más bien ridícula.
Nunca se compra y vende a gusto de todos, pero es el consumismo imperante quien dicta las leyes del mercado, atizadas por incesante publicidad y pregonadas por interesados voceros. Leyes, usos y costumbres que también priman el regalo alcohólico, particularmente a fines de año, pesar para los abstemios, quizá poco convencidos aún de los riesgos del alcohol para la salud. Todavía confío en que tarde o temprano un buen libro sustituya a la botella tentadora.
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