Opinión | el comentario
Anatomía de un ‘nazinstante’
Los gestos forman parte del contexto del lenguaje. Ayudan a expresarnos y comprender a nuestros interlocutores. En psicología sabemos que, en situaciones de alta emotividad, la gesticulación se convierte en una comunicación directa donde las palabras pasan a un segundo plano. De hecho, captamos mejor las emociones que las verbalizaciones. Es una ley universal de entendimiento en todas las culturas. Cuando hablan los sentimientos el cerebro primitivo transmite información, sin filtros de materia gris, para que el sistema nervioso periférico ejecute los movimientos que se corresponden con la emoción suscitada.
El discurso de Elon Musk a los seguidores de Trump, tras su toma de posesión, ha sido objeto de polémica, interpretaciones, críticas y hasta disculpas erráticas. La primera es la del propio dueño de X que eliminó de su red las imágenes de su intervención en las que se visualiza, en apenas una decena de segundos, un gesto similar al tradicional saludo nazi. Podríamos decir aquello de «excusatio non petita, accusatio manifascista». El magnate sudafricano confunde su origen en la Pretoria natal con su papel de guardia pretoriana del primer delincuente yanqui convicto que llega a la Casa Blanca. Son diez segundos de eternidad emocional que dan rienda suelta a una irracionalidad meditada. Lo que dice el dueño de Tesla, mientras su cuerpo genera tensión efervescente entre el poder acumulado y el deseado, es lo de menos. Sus palabras hablan con el corazón, pero es la cabeza la que impone el mensaje a las extremidades. En el quinto segundo del histérico corte audiovisual, mientras extiende las manos sobre el atril, la pulsión muscular acelera las contracciones en la sala de partos de su exhibicionismo gestual. Justo entonces ya están a punto de despegar sus poderosas intenciones, con la velocidad de uno de sus cohetes y la agresividad autoritaria de los mensajes con los que apoya a la internacional ultraderechista. Musk intenta sonreír mientras habla, pero la risa necesita a los mofletes sintonizando con el buen humor. En cambio, Elon tiene los labios ligados con un tendón tan cruzado como el de la rodilla. Baja el labio superior, y eleva el inferior, como si fuera el espejo inverso y triste del Joker. En ese momento, la cuenta atrás de su reaccionaria reacción ya no tiene retroceso. La cara se suma a este golpe de estado corporal en el sexto segundo y la espoleta estalla al morderse el labio inferior tras bajar los párpados de la vergüenza. Los ojos cerrados no miran, aunque se imagina en un balcón dictatorial. La boca no se abre porque los dientes hincan su rabia cerca de la barbilla, sobrepasando la carnosidad labial, abortando una sonrisa imposible que es censurada por su comisura superior. No es difícil adivinar que, bajo el púlpito, la tensión de sus piernas le lleva a chocar las suelas de sus zapatos con un explosivo taconazo castrense. Con esa maniobra gana impulso para el gesto que diseña su expresión. Al darse cuenta de lo que va a ocurrir, su corbata huye despavorida de su chaqueta y deja al descubierto un pecho encamisado lleno de soledad. La «polióptica» televisiva mostró su camisa en diferentes tonos según la retransmisión que llegaba a cada país. En Washington la prenda era del mismo blanco nuclear que lucían los capirotes del Ku Klux Kan. Pero en Alemania era parda, en Italia negra y en España, azul de tono cara al sol. A dos segundos del despegue ya vemos elevarse su brazo como un V2 cargado de poder contra los desfavorecidos. En el último segundo ladea su cabeza y enseña los dientes acompañando el tradicional ascenso de mentón que instauró Mussolini y que acompaña a Donald tras cada estupidez que escupe. Ahí estalla la catarsis autoritaria que se despoja de la represión acumulada y libera la sinceridad de su pensamiento. Su mirada apunta altiva al horizonte de un brazo alzado que sostiene una mano tan dura y plana como su empatía. En ese último fotograma de la secuencia, un instante se transforma en nazinstante. Así, la escena de lo que pudo haber querido decir se convierte en el mensaje de lo que sentía para transmitir. Contra los dictadores que quieren hacerse grandes, a costa de empequeñecer la democracia, reivindiquemos la lucha y el discurso del protagonista de Charles Chaplin en El Gran Dictador (1940): caminemos hacia un mundo nuevo de bondad, por encima del odio, la ambición y la brutalidad. Hacia el futuro que nos pertenece a ti, a mí, a todos. ¡Mira a lo alto, Hannah, mira a lo alto!
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