Opinión | EL ARTÍCULO DEL DÍA
Jesús Gil en la Casa Blanca
El regreso de Trump a la Casa Blanca confirma una realidad cada vez más evidente: la política se ha banalizado hasta el extremo, y la polarización y el desprestigio institucional han creado un caldo de cultivo ideal para populistas que ofrecen soluciones fáciles a problemas complejos sin preocuparse por sus consecuencias.
Desde el primer día, su agenda ha estado marcada por decisiones impulsivas, como la imposición de aranceles a México, Canadá y China, o su última ocurrencia: cerrar USAID, no solo la agencia de cooperación internacional más importante del mundo, sino también una pieza clave en la proyección del poder estadounidense, a través de la cual EEUU ha logrado fortalecer su influencia en regiones clave.
USAID ha sido tanto una herramienta de diplomacia como tapadera para operaciones menos transparentes que permitieron el control de zonas de alto valor geopolítico en Sudamérica, África y Asia, por lo que su clausura no solo privaría a EEUU de un mecanismo clave para moldear la política global a su favor, sino que también abriría un vacío que otras potencias estarán encantadas de ocupar.
Otro tanto con la propuesta de Trump de deportar a los palestinos de Gaza a Egipto y Jordania, a fin de convertir el territorio en una especie de «Riviera de Oriente Medio». No solo es una idea demencial, sino también inviable y una violación flagrante de los principios básicos del derecho internacional que muestra la visión simplista con la que Trump aborda cualquier cuestión. Plantear un megaproyecto turístico sobre las ruinas de una crisis humanitaria no solo refleja una preocupante falta de comprensión de la dinámica del conflicto palestino-israelí y sobre las sensibilidades políticas de los países vecinos, que difícilmente aceptarían semejante plan, sino que además ignora la complejidad de la región y subestima las consecuencias geopolíticas y las nuevas tensiones que podría provocar.
Todas las propuestas del presidente de EEUU parecen ocurrencias de alguien que nunca ha leído un libro de historia y que confunde la diplomacia con la promoción inmobiliaria. Trump parece rodearse solo de asesores con una mentalidad enfocada más a la obtención de resultados inmediatos que a la solución real de los problemas, y entre ellos nadie le advierte de una de las principales lecciones de la historia: todos los imperios terminaron cayendo, algunos de ellos en su máximo esplendor.
El gran problema de esta visión cortoplacista es que los efectos de sus decisiones pueden no ser inmediatos, pero sí inevitables: las políticas de Trump serán beneficiosas para EEUU a corto plazo, pero terminarán por socavar su influencia global, y cuando el vacío que deja sea ocupado por otras potencias el daño será irreversible.
China, por supuesto, es la gran beneficiada de esta situación. Ya ha expandido su presencia en esas mismas regiones en las que antes el poder estadounidense era casi omnímodo a través de grandes proyectos de infraestructuras, inversiones estratégicas y acuerdos comerciales favorables, de manera que cada metedura de pata de Washington no hace más que acelerar este proceso.
Europa, por su parte, tiene ante sí una oportunidad única para reforzar su posición global si es capaz de asumir un mayor protagonismo como actor independiente, de manera que la UE podría asumir un papel más activo en la mediación de conflictos, en la cooperación internacional y en la regulación del comercio global, como una alternativa frente al aislacionismo de Washington y la influencia china.
El problema para esto último son los aliados europeos de Trump, aquellos que ven en su modelo una inspiración y lo defienden con entusiasmo. En la ultraderecha europea, el presidente estadounidense ha encontrado no solo admiradores, sino discípulos entregados que van de Viktor Orbán hasta Marine Le Pen, pasando por Giorgia Meloni o nuestro Santiago Abascal, todos ellos encantados de explotar la polarización, despreciar a los medios tradicionales, señalar enemigos internos y prometer devolver la grandeza perdida a sus países.
Tal vez sea cuestión de tiempo que los votantes se den cuenta de lo que supone apoyar este tipo de líderes. O, si somos pesimistas, tal vez la Casa Blanca termine convertida en un símbolo de excesos y ruina, un remedo grotesco de aquella Marbella de Jesús Gil, con una réplica dorada de la Torre Trump junto al Despacho Oval, una piscina con la cara del magnate y, por supuesto, un campo de golf rodeado por un muro fronterizo.
La historia está por escribir, pero las lecciones ya deberían estar aprendidas.
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