Opinión | LA RÚBRICA

‘Confiturra’

Caemos mal a quienes no nos conocen. Por eso sabemos que no podemos aterrizar con gracia sobre todo el mundo. Llegamos a otros con el sigilo del saber estar, pero nos acusan de ser artistas del bien quedar. Nos esforzamos en ser como creemos que quieren los demás, para ser acogidos por su simpatía, pero la falta de naturalidad nos pierde. El maquillaje de ese primer engaño de compostura artificial no sólo impide ver la personalidad sino que la cambia para siempre. La condena del resto ante tanta impostura es vivir en la angostura de un sambenito perpetuo. La falsedad también inunda la antipatía. Hay humanos tan hoscos que parecen orcos. Pero escarbando un poco en su áspero perfil, vemos que necesitan enfurruñarse para ocultar su fragilidad. En realidad, estos tipos son como torreznos de azúcar o gominolas de achicoria.

La obsesión por caer bien da vértigo. Envidiamos a los felinos que siempre se posan de pie, por arriesgado que sea el descenso. En cambio, los humanos somos los únicos animales que nos caemos sin estar erguidos y tropezamos sin empezar a caminar. Nos angustia el rechazo, y se nos apodera la ansiedad, de forma que damos repelús antes de saludar. El fotomatón de ese instante terrorífico es una guillotina de expectativas en nuestras relaciones. No hay típex que corrija ese borrón de anhelos que llevamos tatuados en cada gesto. Si además confundimos caer bien con gustar, el desastre es supino.

La batalla entre timidez y desparpajo es un campo minado. Da igual que hablemos de la valoración tras una entrevista de trabajo o de presentar nuestra pareja a la familia. Todo termina en una dicotomía en la que la persona recién llegada tiene dos opciones. Si se desenvuelve con soltura tendrá la medalla al descaro. Pero si prefiere la prudencia, su nominación a mojigato o mosquita muerta estará asegurada.

Sabemos que la mejor manera de no caer mal a desconocidos es preguntar lo justo y no hablar mucho de uno mismo. Ahora bien ¿cómo conseguimos caer bien a quienes ya caemos mal? La psicología dice que si hacemos un favor a alguien con quien no simpatizamos, el mero hecho de ayudarle hará que nos caiga mejor. Es el denominado efecto Benjamín Franklin. Este fundador de Estados Unidos relató en su autobiografía cómo se granjeó la amistad de un rival político que le odiaba, tras pedirle prestado un libro. Tal cambio de actitud se explica por el conflicto que provoca la llamada disonancia cognitiva. Es decir, si tenemos una mala opinión de alguien a quien ayudamos, nuestro cerebro sufre tensión (disociación) por una aparente contradicción entre lo que pensamos y lo que hacemos. Para evitar esa presión acabamos adaptando la forma de pensar a lo que realizamos y viceversa.

La estrategia de caer mal parece que hace gracia electoral aunque lleve a la calamidad social. Vox es la franquicia hispana de los autoritarismos populistas que revientan la economía a golpe de arancel. Gallardo ha caído en la desgracia de un Abascal que no tolera más malas sombras a su alrededor. Así queda de único protagonista patrio en el programa Trumpistas por el mundo. Hoy, hacer las cosas bien no es garantía de éxito en las urnas porque los dueños de los relatos matan los datos gracias al control de sus medios de fabulación. Si damos por consolidados los avances que tenemos, no sabremos valorar su disfrute. Es como la salud. La rutinaria revisión electoral cada cuatro años es insuficiente si no nos cuidamos cada día para evitar un infarto de totalitarismo.

La reducción de jornada laboral que impulsa el Ejecutivo puede revitalizar la amistad entre la mayoría social y el Gobierno. Este debate no va con el PP. A ellos sólo les interesa reducir lo público para beneficiar a sus amistades privadas y evitar que suba el salario mínimo. El presidente de Aragón llamó esta semana a Feijóo para que viniera en su ayuda. El mensaje sonó de espacial gravedad: «Alberto, tenemos un problema. Se llama Pilar Alegría». Azcón estará mañana junto al inquilino de Génova. Poca gracia tendrá que el dúo JA (Jorge y Alberto) no apoye que los aragoneses trabajen menos y vivan mejor. Quizás si regalamos a los populares forasteros algo típico, como los ultraduros azconquines, podríamos hacer buenas migas. Aunque siendo los conservadores tan empalagosos, dando la turra, les gustarán más los dulces de confiturra. Eso sí, igual amargan la promoción de nuestras delicias si en su aquelarre municipal estos golosos del negocio recalifican a Ayuso como una gran hija de frutas de Aragón.

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