Opinión | EDITORIAL
Trump, Gaza y un mundo sin ley
La propuesta de Donald Trump para zanjar la crisis de Gaza puede no pasar de ser una extravagancia inviable propia de un promotor inmobiliario desenfrenado. Pero el desprecio absoluto por los derechos humanos y la tragedia vivida por una comunidad que sobrevive entre ruinas que manifiesta el simple hecho de expresar tal idea es inquietante viniendo de quien viene. El propósito de Trump de hacer de la costa gazatí una suerte de Riviera bajo control o administración estadounidense, previa expulsión de la población palestina a terceros países –Egipto, Jordania, quizá Arabia Saudí y los Emiratos Árabes– no cabe solo interpretarlo como una forma de limpieza étnica circunscrita a un colectivo específico. Es más bien un movimiento de naturaleza imperial que sitúa a su Administración contra todo el derecho internacional nacido tras la Carta de las Naciones Unidas de 1945. No solo contra los acuerdos de Oslo de 1993 y las resoluciones aprobadas por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (cuyo sistemático incumplimiento por Israel con patrocinio de EEUU, es cierto, no es ninguna novedad).
Lo que Trump pretende es cancelar la solución de los dos estados, que el grueso de la comunidad internacional entiende como la única efectiva y lógica para zanjar el largo y sangriento conflicto palestino-israelí. Esa opinión mayoritaria incluye hasta a aliados naturales del presidente, como la primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, y a la totalidad de los socios de la Liga Árabe, que desde 2002 apuesta por la aplicación práctica del principio paz por territorios. Nadie con conocimiento de causa quiere siquiera considerar la posibilidad de una segunda nakba de dimensiones mayores a la expulsión de los palestinos del actual territorio de Israel en 1948, con un enorme potencial desestabilizador.
El sueño del gran Israel del sionismo confesional y el resto de la extrema derecha, que conlleva la anexión de Gaza y Cisjordania, implica, además del desposeimiento de la tierra de una sociedad exhausta, una posible reacción de la calle árabe que ponga en jaque o desestabilice a los grandes aliados árabes de Estados Unidos en Oriente Próximo: Arabia Saudí, Egipto y Jordania. En el recuerdo de los establishment saudí y egipcio siguen presentes las zozobras de la primavera árabe; en Jordania, con mayoría de población palestina, prevalece el recuerdo de septiembre de 1970, cuando corrió riesgo el futuro del reino. A lo que debe sumarse que es imposible que Arabia Saudí e Israel establezcan relaciones, gran objetivo de Estados Unidos para redondear los acuerdos de Abraham de 2020, mientras no se aclare qué suerte mínimamente digna aguarda a los gazatís.
La tozuda realidad es que el Ejército israelí ha arrasado la Franja pero no ha logrado deshacerse de Hamás y ese es un dato insoslayable, el que mejor explica la decisión final de Binyamín Netanyahu de plegarse a un alto el fuego. La absurda pretensión del ministro de Defensa israelí, Israel Katz, de que los gobiernos que han reconocido al Estado palestino, entre ellos España, acojan a refugiados expulsados de Gaza, no forma parte, en cambio, de lo verosímil. Tampoco encaja con la realidad la pretensión de Katz de que se presenten voluntariamente gazatís para abandonar la Franja, renunciando a su propia existencia como comunidad.
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