Opinión | EN EL PUNTO DE MIRA
Trump y el Golfo de América
Hay algo bueno en que las cosas malas se nos olviden pronto, y algo malo también. Después de vivir una situación traumática, lo que más deseamos es olvidarla y poder seguir nuestra vida sin grandes sobresaltos. Cuando esto ocurre, es normal que demos por alcanzado el bienestar, aunque no está tan claro que el bienestar sea nuestro estado normal y permanente, sobre todo porque sin el bienestar de todos difícilmente se puede saborear el de uno mismo.
Es muy difícil sobrellevar la melancolía que produce escuchar una y otra vez las decisiones cada día más radicales del presidente Trump. El mundo se estremece con ellas y ve absorto cómo el asalto a la democracia norteamericana quiere convertirlo en su forma de gobernar el imperio que cree poseer. La fuerza de las presiones económicas y su supremacía y control de las redes de comunicación son sus armas predilectas en la destrucción del multilateralismo y las normas de la diplomacia internacional.
Trump no simboliza una confrontación entre la izquierda y la derecha tradicional, y tampoco el incremento de las posiciones más neoliberales. Es algo más: está dando la vuelta a los valores del mundo desarrollado, a los que se construyeron tras la Segunda Guerra Mundial. La defensa de la democracia, el respeto a las minorías, el valor de la dignidad y la libertad, del multilateralismo y la diplomacia, de la lucha contra el cambio climático y la defensa de los derechos humanos, hasta de las políticas atlantistas. Obvia el humanismo cristiano conservador y se envuelve en el autoritarismo postdemocrático.
Desde querer anexionarse Groenlandia y Canadá, pasando por la subcontratación carcelaria con la dictadura salvadoreña y Guantánamo para encerrar a inmigrantes, querer convertir Gaza en resort turístico sin gazatíes, utilizar los aranceles como arma de guerra geopolítica o querer acabar con la guerra de Ucrania sin los ucranianos. Todo vale para satisfacer sus ansias de dominar el mundo, hasta convertir a los migrantes en enemigos a los que humilla, encadena, persigue y expulsa a sus países tras ser, muchos de ellos, denunciados como ilegales por cazarrecompensas por 1.000 dólares.
Es incomprensible la fascinación que Trump ejerce sobre los nacionalistas españoles. Son tan patriotas que no les importa la factura que pagaremos todos los españoles y el mundo por sus atrabiliarias actuaciones: ni el efecto que sus aranceles tendrán sobre nuestra agricultura, nuestra industria y hasta nuestro idioma. Se sienten cómodos en este discurso desacomplejado, desatado, bravucón, pendenciero y homófobo donde los hombres deben recuperar su espacio «natural» de dominio de la sociedad.
Para la Unión Europea es el momento de buscar nuevas alianzas, de explorar pactos que nos permitan ofrecer una resistencia a las agresiones económicas, al desprecio político que supone querer pactar con Putin el final de una guerra, que sostenemos también los europeos, sin los ucranianos y sin la UE. O querer hacer en Gaza un nuevo desplazamiento masivo de la población, contrario al derecho internacional. Para eso es imprescindible la unidad de las fuerzas políticas que han sacado adelante el proyecto de unión europea: populares, socialdemócratas, liberales, verdes y la izquierda tienen un reto, y en él nos jugamos mucho del futuro europeísta.
La UE sabe del efecto perverso de los aranceles. Por su historia conoce que son el preludio de las guerras comerciales y de conflictos indeseados. Por eso en el Tratado de Roma hizo del intercambio de mercancías sin fronteras y sin aranceles la base del mercado común.
«La UE debe elegir entre ser protagonistas o ser postergados. Atrapados entre oligarquías y autocracias, si no asumimos nuestro protagonismo, nos puede llevar, como mucho, a un feliz vasallaje». Sergio Mattarella. Presidente de la República italiana. Marsella, 5 de febrero de 2025.
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