Opinión | LA GUINDILLA
‘Cayuquear’
Nos hemos acostumbrado tanto a verlos en televisión que corremos el riesgo de insensibilizarnos y no pararnos a pensar en lo que supone en el mundo real. Me refiero a la llegada de inmigrantes en cayuco a Canarias. Imágenes que se repiten día tras día, de barcazas atiborradas de personas, entre ellas no pocas mujeres, algunas con niños en brazos, incluso con algún recién nacido en la propia travesía.
La cifra es sobrecogedora: cada día fallecen en el mar una media de casi 30 personas tratando de llegar a nuestras costas en cayuco: más de 10.000 el pasado año, según todas las fuentes. Y unas 50.000 las que consiguieron llegar con vida después de esa angustiosa travesía.
Mucho se ha hablado sobre el hacinamiento que generan estas llegadas masivas a Canarias o sobre su realojamiento en la península; también sobre las causas que motivan que decenas de miles de personas se jueguen la vida en esta travesía. Es imprescindible hablar de ello, por supuesto, y buscar soluciones, que no son sencillas.
Yo quiero poner el foco en las vivencias de estas personas. Hoy que tanto se lleva eso de «vivir experiencias», imagine lo que sería vivir una experiencia inmersiva, de esas con realidad aumentada, en un cayuco: imagínese rodeado de decenas de personas hacinadas, sin sitio siquiera para dar unos pasos o tumbarte; a merced de las olas continuamente y sin otro horizonte que el propio mar. Piense en una experiencia así durante, digamos, 15 minutos; lo duro que sería. Ahora piense que sean 24 horas ¡se imagina! No se levante del sitio en todo ese tiempo, no vaya a beber agua, beba de la poca que tiene para varios días, en una botella, ni siquiera isotérmica. Comer, como mucho un bocado muy de tiempo en tiempo, de «algo» que ha podido llevar en una bolsa y que le tiene que durar toda la travesía. En algún momento necesitará usted ir al baño, ya sabe; tendrá que hacerlo en el sitio, por supuesto, al lado del resto; y el resto al lado de usted.
Lo que sería muy difícil es sentir la angustia de estas personas pensando si podrán llegar a la costa o si un golpe de mar les hará caer y ahogarse, o si una deriva de la ruta les hará perderse en el océano y morir de inanición, o si el mal estado del cayuco les hará naufragar. Ni tampoco el dolor por los seres queridos que han dejado atrás, o la preocupación por el incierto futuro que les espera en el caso de llegar a tierra.
Le he propuesto una experiencia inmersiva de 24 horas. Ahora piense lo que sería siete, ocho, nueve o más días, que es lo que suelen durar estas travesías. Resulta muy, muy difícil de imaginar.
Siguiendo con este ejercicio de empatía, trate de ponerse en el lugar de una de esas personas el día que decidió, allí en su ciudad o en su poblado, dejar atrás su familia, sus amistades, su paisaje, su forma de vida, para lanzarse a esta aventura. Y no sólo el viaje en cayuco, sino la travesía a pie o de cualquier manera durante cientos de kilómetros áridos o selváticos, con todo tipo de peligros, sin saber dónde pernoctar, cómo alimentarse o sobrevivir.
¡Qué drama empujará a una experiencia como ésta! Estará de acuerdo conmigo que ha de ser un miedo atroz a ser violentado o masacrado, o una carencia extrema que les haga sufrir por su propia vida y perder cualquier esperanza de un futuro mejor. Algo así ha de ser para que un ser humano, como usted y como yo, se atreva a acometer todos esos riesgos.
Esa es la realidad. Pero hay quien no lo ve así. Ya sabe, con eso de la postmodernidad, ya no hay verdades absolutas. La verdad es relativa, cada cual tiene la suya.
Hay quien tiene lo que ahora se dice, «un relato alternativo»: imaginan que un grupo de «negros» desocupados en su aldea deciden un día venir a España porque les han dicho que aquí te dan de todo y vas a vivir a cuerpo de rey sin hacer nada. Deciden que vale la pena cualquier sufrimiento y cualquier riesgo con tal de venir a este país a robar, violar, atentar contra algo, a delinquir, en definitiva. Ese es el impulso que les motiva a dejar atrás todo lo que ha sido su vida, sus seres queridos, para lanzarse a una arriesgada aventura para llegar a nuestras costas.
Mucha gente piensa que la realidad es muy parecida a esto. No diga que este relato es mentira. Ya sabe, será «una verdad alternativa». Y, claro, opinarán y actuarán en consecuencia, diciendo que esa gente viene a traer «ruina y delincuencia» (sic).
Yo me quedo con la realidad sin apellidos. Y propongo como palabra de la década CAYUCO. De ella derivaría el verbo cayuquear, cuyo significado sería «hacer cualquier cosa y asumir cualquier riesgo por desesperación».
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