Opinión | SALA DE MÁQUINAS

Ajedrez

Una de las grandes especialidades de Stefan Zweig fue la novela corta, distancia muy difícil de tratar, pero en la que el maestro austríaco destacó extraordinariamente, legándonos un ramillete de títulos inolvidables, que merece la pena leer, releer, incluso estudiar.

Uno de los más atractivos es Novela de ajedrez, prodigioso texto que ahora, gracias a la traducción de Clara Formosa Planas y a la publicación de Ediciones Invisibles en su colección Pequeños placeres, regresa a nuestras manos como una irresistible invitación.

En sus páginas, nos trasladaremos a un buque de pasajeros que cruza el Atlántico en dirección a América, tal y como el propio Zweig y su mujer lo hicieron para huir de una Alemania nazi que les había señalado como enemigos del régimen. Aquel exilio de Europa resultaría letal para el matrimonio, pues ambos acabarían suicidándose en una residencia de Petrópolis que visité hace años con un nudo en la garganta; pero, antes, Zweig tuvo fuerzas para componer sus últimas obras.

Novela de ajedrez versa sobre este «juego de reyes», entrando de lleno en la psicología de los jugadores, particularmente en las de aquellos más dotados para mover las piezas. En ese barco que tantos días tardaba en atravesar el océano coincidirán dos de ellos. Uno, es el campeón del mundo. El otro, un jugador desconocido. El campeón es frío, metódico, matemático en su estrategia, solitario en su vida privada, y completamente inútil para cualquier otra actividad que no sea el ajedrez. El aficionado, en cambio, es impaciente, culto, y sobre cualquier otra característica del juego ama la belleza de sus combinaciones más audaces.

Enfrentados unos contra otro, con los pasajeros y la tripulación como improvisados espectadores, sus dos maneras tan diferentes de jugar responderán a las muy distintas circunstancias por las que se aficionaron al juego. Breve y magistralmente, Zweig nos irá relatando sus respectivas historias, utilizando para ello una serie de deslumbrantes recursos literarios y ese don narrativo tan suyo: la claridad. Con una prosa limpia, precisa, y aportando al lector justamente lo que necesita para una óptima comprensión de la historia, y nada más (ni menos), nos regaló esta obra, definitivamente, maestra.

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