Opinión | FUERA DE CAMPO
Dios, Buñuel y sus discípulos
Ante la moda institucional, y a veces inquisitorial, de celebrar cifras no tan redondas, hoy toca poner en valor a nuestro célebre don Luis por el 125 aniversario de su llamativo nacimiento. Los que pertenecemos a la Generación X tuvimos la suerte de descubrir sus películas gracias al programa La Clave de José Luis Balbín. En blanco y negro supimos de Buñuel, Murnau, Dreyer, Wilder y Hawks, entre muchos otros. Antes, día tras día, ya presentía su particular mirada en mi nuca al pasear por delante de las orlas expuestas en los pasillos del Colegio del Salvador de Zaragoza, donde se formó siete hermosos años: «Estudiábamos el catecismo, las vidas de los santos y la apologética», decía.
Como Hitchcock y Scorsese, el de Calanda fue cantera de los jesuitas. Mientras el inglés admiraba la figura del sacerdote en cintas como Yo, confieso, nuestro cineasta más temperamental ejercía de «ateo católico», abanderando en catequesis profana la «antirreligiosidad más religiosa» que apuntaba Rodolfo Elías. En entrevista al padre Arteta en el programa Cinéastes de notre temps de 1963, el jesuita destacó como «incluso en los filmes considerados blasfemos, irreligiosos o carentes de religión se pueden encontrar algunos rastros de religión. Si usted concede que Buñuel es un blasfemo, la razón por la que comete blasfemia es porque es un creyente», aseveraba con lucidez.
Aunque yo era más de Terence Fisher, nacido después un 23 de febrero, siempre he disfrutado con nuestro genio turolense, especialmente ante el misterio y enroque de sus personales historias, primer paso para la construcción de su estilo: la locura simbólica y punk de Un perro andaluz estrenada con tan sólo 29 primaveras; la brutalidad onírica y real de Los olvidados; sus detalles iconoclastas como en Nazarín; la Palma de Oro en Cannes por un clásico titulado Viridiana; en perfecto duelo goyesco a garrotazos, el terror de biblioteca y de supervivencia en El ángel exterminador, capaz de provocar a Bayona; la frescura de su Simón del desierto afín a Giorgio de Chirico; la comedia sórdida y negra henchida de tono en Belle de jour; La Vía Láctea al alimón de la pasoliniana Uccellacci e uccellini; la conversión destructiva de la galdosiana Tristana; o Ese oscuro objeto del deseo de la que tarda en hacer un remake el señor Cronenberg, se lo digan.
Y es que muchos son los cachorros contemporáneos de un cine incómodo, con la excelencia de poner el dedo –el ojo o lo que se quiera– en la llaga. Un itinerario de contradicciones internas, manipulación y azar, sujeto también a la trascendencia o vehemencia de lo humano, como realzó Paul Verhoeven con las místicas visiones y aparentes estigmas de su hermana Benedetta, director firmante también de la biografía Jesús de Nazaret (Edhasa), resultado de un apasionado explorador, medio siglo rumiando la figura de Jesucristo. El propio Yorgos Lanthimos no escondió su entusiasmo por el calandino en la última edición del Festival de Cannes: «Luis Buñuel ha sido muy inspirador en mi vida y en mi cine», siendo El discreto encanto de la burguesía una de sus cintas favoritas. Incluso, alineados los astros, su actriz fetiche Emma Stone es una gran fan de Belle de jour.
En cambio, recordemos cómo nuestro añorado David Lynch dijo en su visita a Madrid hace casi doce años que nunca había visto una película de don Luis, dinamitando así las especulaciones acerca de sus influencias y vanguardias. Aunque, eso sí, se declaró sabedor de «que en sus películas hay hormigas, y también sé que cuando hay orejas humanas en el campo, es muy probable que acaben llegando las hormigas», habló entonces el director de Terciopelo azul. Lynch nos recordó lo necesario que es soñar despierto, desmitificando también otro eco de un artista totale: sus películas no nacían de los sueños.
Un arte como religión, más allá del inconsciente individual y colectivo, más acá de creencias y condescendencias, que siempre nos invita a reflexionar sobre un Buñuel ligado al espíritu en ceremonia con lo piadoso. Solemne, religioso o profano, aprovechemos este nuevo aniversario para rescatar las obras y las reflexiones morales de Luis Buñuel Portolés, así como para afilar la mirada ante el rastro que este genio de lo divino y lo humano ha dejado en creadores y generaciones de curiosos. Que así sea, devotos y devotas del cine.
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