Opinión | OJO AVIZOR

La lectura a contraluz

Hace unos días acudí a un club de lectura en la sede zaragozana de la ONCE, donde se había leído mi novela Intruso en braille. Si siempre hace ilusión contemplar la traducción de una obra propia, el sostener aquellos gruesos volúmenes de páginas salpicadas de puntos (ese lenguaje ocupa mucho más espacio que el que requiere el formato convencional) me provocó una emoción muy especial. Yo mismo deslicé mis dedos sobre las hojas, admirado de que a través de esos diminutos relieves las personas que me acompañaban pudieran extraer, interpretar, la historia que yo había escrito a partir de letras.

Sin embargo, lo que más me impresionó del encuentro no fueron esos tomos (que pude llevarme a casa y que tengo ahora junto a mí, mientras escribo estas líneas) ni la maravillosa calidez con la que me recibieron, sino algunas intervenciones de los asistentes. Ciertos comentarios me permitieron asomarme a cómo es la íntima experiencia de la lectura en personas ciegas o con discapacidad visual. Y así descubrí que, sumergidos entre páginas, esa dificultad se diluye hasta transformarse en una inesperada fortaleza; al modo en que las limitaciones visuales terminan generando destrezas superiores que agudizan los otros sentidos, ellos exhibían como lectores un mayor potencial de imaginar los escenarios y paisajes de la novela.

En el peculiar hábitat literario que supone cada libro, el lector ciego se mueve sin más límites que el de su imaginación. Inmune a ciertos estímulos y distracciones que propicia la vista, alcanza cotas de recreación envidiables. Sus observaciones, por ello, se detienen en detalles que quizá hubieran pasado desapercibidos en lectores que ven. Al recorrer las páginas de mi novela, los asistentes al Club Braille habían captado la atmósfera de cada capítulo con un sorprendente nivel de detalle. Y, de pronto, me pareció lógico. Al fin y al cabo, leer consiste en soñar, construir esa realidad invisible que contiene el texto. Y soñar, en definitiva, es algo que hacemos con los ojos cerrados.

Algunas de las personas que me acompañaban allí suelen emplear también el formato audiolibro. Me parece otra fórmula interesante que permite adentrarse en una historia escrita sin necesidad de recurrir a los ojos. Los audiolibros siempre me han interesado como posibilidad en determinadas circunstancias, son un hallazgo de gran utilidad para quienes no están en condiciones de asomarse a las páginas. Tal vez no sea estrictamente leer –según el diccionario de la RAE, la definición del término exige «pasar la vista por lo escrito o impreso»–, pero posibilita el acceso a esas narraciones, una alternativa muy valiosa. En ese sentido, el formato audiolibro me resulta más próximo al del pódcast o, incluso, al de la radionovela.

Me viene a la memoria la adaptación que Orson Welles hizo de La guerra de los mundos de H.G. Wells en 1938 para emitir un capítulo en un programa de radio (no por casualidad en las proximidades de la noche de Halloween), con el conocido efecto del pánico que provocó en su audiencia. Es una buena muestra del potencial que tiene ese asomarse a una historia a través de las voces, sin el apoyo del texto escrito. Hablando del asunto con Irene Vallejo, enseguida me ha recordado ella lo que supone casi de retorno al formato más primitivo de la narración: esa transmisión oral que durante siglos –épocas en que la lectura estaba reservada a unos pocos privilegiados– fue la única fórmula para compartir y conservar, generación tras generación, una herencia de leyendas, tradiciones y conocimientos.

Los términos «audiolibro» o «radionovela» ya anticipan que se trata de propuestas mixtas. No obstante, y a pesar de su innegable valor y utilidad, creo que la lectura –en su concepción más rigurosa– responde a una liturgia muy concreta que no admite la renuncia al texto escrito: recorrer las páginas (en papel o a través de una pantalla, con los ojos o empleando las yemas de los dedos), visualizar las palabras, las pausas, los signos. Interpretar, avanzar entre renglones y párrafos. Eso es leer, un proceso que permite un nivel de abstracción, de desconexión con el mundo, distinto al que pueda provocar un audio. En cualquier caso, bienvenidas ambas posibilidades de sumergirse en esas otras vidas que permite vivir la literatura.

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