Opinión | EL AULA DEL REVÉS

Universidad y futuro: una cuestión de elegancia

Hablar de universidad es, en el fondo, hablar del tiempo. De un tiempo que no se mide en semanas lectivas, calendarios académicos o ritmos burocráticos. Es un tiempo más profundo, que tiene que ver con la herencia recibida y, a la vez, con la huella que se dejará. La universidad habita en ese espacio único donde, para bien y para mal, pasado y futuro se encuentran, donde el legado no es un refugio, sino un compromiso, y donde la transformación se presenta como una constante incómoda. En ese cruce de tiempos, hay una cualidad que, aunque a menudo pasa desapercibida, debería estar siempre presente: la elegancia. No en su acepción superficial o estética, sino entendida como la expresión más alta de coherencia, inteligencia y dignidad institucional.

Las universidades, por definición, están hechas de futuro. Cada clase que se imparte, cada investigación que se inicia, cada decisión que se toma es, en esencia, una apuesta por lo que vendrá. Pero el futuro no se construye por inercia. No basta con acumular años o títulos, ni con sostener tradiciones sin reflexión. El verdadero desafío es entender que el porvenir exige algo más sutil y, al mismo tiempo, más exigente: la capacidad de mantenerse fiel a lo que se es, sin dejar de avanzar y respetando lo que vendrá.

Las instituciones que trascienden no son aquellas que simplemente siguen el curso del tiempo, sino las que saben leerlo con serenidad y actuar con altura. No se trata de apresurarse en la modernidad, ni de enredarse en los ecos del pasado. Se trata de comprender que el futuro no premia la urgencia, sino la profundidad.

Aquí es donde la elegancia cobra su verdadero sentido. No es un asunto de formas, sino de fondo. Es la manera en que una institución se mantiene fiel a sí misma sin necesidad de estridencias. La forma en que toma decisiones sin perder de vista su propósito. La manera en que se sostiene con discreción, sin necesidad de proclamaciones altisonantes.

Una universidad elegante es aquella que no necesita demostrar constantemente su valor porque este se refleja en cada uno de sus actos. Es la institución que, sin buscarlo, impone respeto por la serenidad con la que defiende su esencia, por la sobriedad con la que asume sus responsabilidades y por la agudeza y singularidad de sus objetivos en un contexto social complejo. Por tanto, la elegancia no está en los grandes discursos ni en las gesticulaciones de modernidad. Se encuentra en la solidez de sus silencios, en la precisión de sus decisiones y en la sobriedad de su presencia. Es la diferencia entre una institución que se adapta por obligación y otra que lo hace por comprensión profunda de su propio destino.

De esta forma, la verdadera responsabilidad de las universidades no es ser solo guardianas del conocimiento, sino también de un cierto modo de estar en el mundo. Tienen la responsabilidad de ofrecer no solo respuestas, sino también el ejemplo de cómo gestionar las preguntas más difíciles. Y eso no se logra con urgencias ni con gestos vacíos, sino con una actitud que combine la determinación con la discreción, la ambición con el respeto.

La elegancia, en este contexto, no es un adorno: es una forma de responsabilidad. Es la capacidad de actuar con serenidad en momentos de presión, de sostener el equilibrio entre la tradición y la necesidad de avanzar, de defender la excelencia sin caer en la arrogancia. Es, en definitiva, la habilidad de avanzar sin ruido, de construir sin exhibición, de liderar sin imponerse.

Es importante mirar hacia adelante sin perder la forma. Ahí es donde la elegancia se convierte en algo más que una virtud: se transforma en un signo de madurez institucional. Una universidad que sabe mirar hacia adelante sin perder la forma demuestra que entiende el peso de su propia historia y, al mismo tiempo, la responsabilidad de proyectar esa historia hacia lo que está por venir.

En un mundo que parece premiar la inmediatez y el ruido, tal vez la mayor muestra de fortaleza sea esa elegancia discreta que no necesita ser explicada, porque se evidencia en cada decisión, en cada paso, en cada silencio.

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