Opinión | CON LA VENIA
La omnipotencia de los partidos políticos
Los partidos y las instituciones públicas no han estado a la altura de sus deberes con la sociedad. El caso más significativo es la lucha contra la corrupción
Hubo un tiempo no tan lejano en que el comunismo, la masonería y los partidos políticos republicanos fueron los grandes enemigos del viejo régimen a los que había que controlar y reprimir sin descanso. La dictadura logró, en lo esencial, cumplir esos objetivos y únicamente los comunistas lograron impedir su efectiva disolución. En todo caso, los partidos políticos republicanos en su inmensa mayoría se limitaron a sobrevivir, lo que no era poco dadas las circunstancias políticas y sociales ocupadas día tras día a la tarea de aniquilar sus estructuras personales y materiales. De ahí que, desde los albores de la democracia, fuera necesario impulsar el papel de los partidos políticos y sus estructuras básicas.
Se trataba de potenciar todo aquello que la dictadura había destruido y, sobre todo, acabar con la demonización a la que habían sido sometidos los partidos políticos considerados «encarnación del mal absoluto». Logrados los objetivos dejaron de tener el carácter de prioridad absoluta aquellos «aparatos» que, poco a poco, pasaron a ser instrumentos de sustitución de la voluntad democrática de los militantes votantes y simpatizantes y en suma, de la generalidad de los ciudadanos a los que aspiraban a representar.
La lógica necesidad inicial se fue convirtiendo en una pesada carga que hoy dificulta seriamente los procesos de democratización de la vida política. Y el problema es el exceso de poder que han ido acumulando, por lo que debe modificarse su modelo, de suerte que se garantice una participación social efectiva. Las primarias fueron un primer paso en la buena dirección, pero no suficiente para cubrir las necesidades de la vida democrática como listas abiertas, distritos únicos, limitación de mandatos, incompatibilidades rigurosas, control financiero de las cuentas de los partidos...
Creo sinceramente que no puede haber organización política que pueda tener éxito, o simplemente sobrevivir, sin dotarse de un aparato inteligente, transparente y abierto a la participación, lo que excluye entre otras cosas el nepotismo y el tráfico de influencias. Y lo mismo ocurre si se mantiene el actual modelo de predominio de los aparatos sobre los cargos electos: el fracaso está garantizado, pues se va desarrollando una lenta pero imparable escisión entre los partidos y la sociedad, mientras aumentan el desapego, la frustración y, finalmente, el rechazo.
Los partidos políticos y, en general, el resto de las instituciones públicas ni han logrado revertir la situación, ni han estado a la altura de sus deberes con la sociedad. El caso más significativo es sin duda la lucha contra la corrupción en todas sus variantes. Se ha negado o reaccionado tarde y mal a la existencia de signos de corrupción en el seno de sus propias organizaciones. No han combatido la corrupción propia y han intentado rentabilizar políticamente la corrupción ajena. Tal reacción, en el caso de los partidos políticos tiene mucho que ver con el carácter corporativo de sus núcleos de dirección. Se está produciendo el fenómeno de la «sustitución», según el cual un órgano de dirección inferior es sustituido por el superior y así sucesivamente, hasta que al final se produce indefectiblemente algo tangible: el aparato los sustituye a todos. El mito de Cronos devorando a sus hijos.
Debería ser urgente responsabilidad de los partidos políticos democráticos restablecer el equilibrio entre los poderes del Estado y reparar las grietas del Estado de Derecho que se están produciendo de manera obvia en nuestros días. Son excesivos los supuestos de corrupción, los excesos de autoridad y de privilegios injustificados que, sobre todo, alejan el objetivo central de procurar conectar con nuevos modelos éticos y comprensibles por la sociedad.
No sería justo satanizar a nadie ni convertir los excesos y desequilibrios actuales o posibles nuevamente en la encarnación del mal absoluto. Tampoco lo sería pensar que en el escenario político de nuestro país todos tienen las manos sucias, pues sucede con unos pocos pero ruidosos representantes. Desde nuestra humana aparición sobre la tierra, conceptos como limpieza y suciedad se reparten como las virtudes y los vicios con criterios más complejos y menos corporativos pero hoy es especialmente importante advertir y advertirnos todos del peligro que supone un sistema político en el que uno de los poderes del Estado no sepa quedarse en el lugar que le corresponde y aspire a convertirse en el protagonista activo de la vida política y social.
Puede producirse la irreversible y temida judicialización de la vida pública y con ello cuestionarse seriamente nuestro modelo de democracia.
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