Opinión | El trasluz
Ese no sé qué
Un día, de joven, le oí decir a mi madre que no sabía dónde dejaba las ideas como el que dice que no sabe dónde ha dejado las llaves. Lo dijo con una mirada extraviada en la que me pareció reconocer parte de mi futuro

Un calefactor. / Shutterstock
Me compré un calefactor portátil que producía más ruido que calor. Me acostumbré tanto al ruido que llegó un momento en el que lo encendía, aunque no hiciera frío. Vino a verme mi hermano, que sabe de electricidad, y dijo que ese ruido se podía conseguir de forma mucho más económica. A los pocos días volvió con un aparato fabricado por él mismo que solo producía ruido, lo que noté enseguida en la factura de la luz. Hay gente que lleva en la cabeza una sinfonía de Mahler o una cantata de Bach. Yo llevo un zumbido como de ventilador que airea mis ideas. Las airea y las agita como el viento agita las hojas de los árboles para que nos digan adiós antes de caerse y formar una alfombra sobre el suelo de la mente.
Un día, de joven, le oí decir a mi madre que no sabía dónde dejaba las ideas como el que dice que no sabe dónde ha dejado las llaves. Lo dijo con una mirada extraviada en la que me pareció reconocer parte de mi futuro. Mi madre se pasaba el día buscando objetos que metaforizaban ideas. Le gustaba mucho, por ejemplo, buscar el colador para colar la leche y mostrarnos la nata. La nata, le gustaba decir, era una ocurrencia de la leche. Una idea de la leche, cabria decir. Buscaba también con frecuencia la lima de las uñas porque en esa tarea de perfeccionar sus perfiles daba la impresión de perfeccionar los perfiles del mundo. No tiraba las limaduras: las guardaba en una caja de cartón que a su muerte rescaté yo antes de que mis hermanos se deshicieran de ellas. Se conservaban muy bien. De hecho, daba gusto introducir en ellas los dedos y sentirlas como la arena de su cuerpo.
Todo lo que buscaba mi madre tenía un sentido práctico, pero también un sentido, digamos, de carácter moral. De ahí mi afición por el doble sentido de las palabras y por el pensamiento paradójico. Resulta paradójico comprarse un calefactor del que acaba gustándote más su ruido que su calor. Hay ruidos calientes y ruidos fríos. Por eso, pasado el tiempo, dejé de usar el aparato que me había fabricado mi hermano, pese a resultar más económico. Los ruidos fríos, como las ideas frías, paralizan el discurrir natural del pensamiento. Hay ideas frías muy buenas, pero les falta ese no sé qué que produce el fuego.
No sé si me explico.
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