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Opinión | FUERA DE CAMPO

Juventud al rescate de la Filosofía

Morlaix, el último artefacto del brillante cineasta Jaime Rosales, tuvo en Zaragoza su anticipo premiere la noche del pasado jueves y con él, un cuantioso avance de estímulos para la vida y el intelecto. La cinta a no perderse llegará a las pantallas el próximo viernes 14 de marzo, y se apoya en tres poderosas patas de banco: amor, muerte y libertad. El filme cuenta la vida de un grupo de estudiantes en el último año de un instituto de esta pequeña localidad de la Bretaña francesa. En precioso ejercicio de expresión, Rosales recrea y juega sobre lo que ya nos temíamos, que la ficción es un maravilloso ser vivo que ilumina nuestra existencia, y que nunca para de sorprendernos cada vez que vamos al auxilio de su fuente.

Aquí, el beber se hace polisémico y caleidoscópico con la sencillez y el enroque de los motivos puros. Se habla sobre lo que será la película del siglo, cine dentro de cine, y de Morlaix sobre Morlaix, en necesaria repetición lacaniana para alumbrar conocimiento, porque Morlaix, ese espacio y paisaje moral, es ante todo un vasto terreno de aprendizaje donde, como dice mi querido Daniel Tubau, el espectador es el protagonista, ya que Rosales no sólo invita a emocionarse sino que, como cómplice acompañante y demiurgo, remueve y consigue hacer conjugar los deseos más profundos para nuestros transparentes protagonistas.

De forma llana y sin tabúes, en Morlaix asistimos a un acto contemplativo y cinematográfico en toda regla. Cada cultura (y país) tiene su distinta concepción del tiempo, y aquí se nota cómo Rosales la ha podido ejecutar con tantas dosis de gozo como de libertad. Aquí transitan un puñado de jóvenes de esa sociedad líquida que apuntaba Bauman, y que también podría ser la de sus padres madres. En el río de la vida comparten lo que les inquieta, preocupa y desean con mirada y voz serenas. En Morlaix asistimos a una generación adolescente absolutamente alineada con la esencia de la Filosofía, esa que arde por las experiencias sinceras, tomando partido por la verdad.

Todo ante una felicidad sentida como si fueran olas, para valorar así la distancia existente para la dicha. La película elabora un canasto precioso con las mimbres de un lúcido guion, que suma la generosidad orgánica de un sinfín de valiosas expresiones improvisadas que cada joven comenta fuera del libreto: «No se trata de libertad sino de felicidad», «buscar el amor nunca es perder el tiempo», «tomarás las decisiones correctas o vivirás la vida de otro», «lo que hacemos sin motivo determina nuestro futuro», «si la quieres la dejas elegir», «tengo más miedo al amor que a la muerte», o «hacer de tu vida una obra de arte».

Como virtuoso estudioso, Rosales no tiene miedo a mostrar lo que somos como especie. «¿Qué hemos dado?/ Mi compadre, sangre sacudiendo mi corazón/ El atrevido desafío de un momento de entrega/ Del cual una edad de prudencia nunca se podrá retraer». De hecho, en lo más íntimo de Morlaix luce la sabia respuesta acuñada en La tierra baldía de T.S. Elliot: «Por esto, y sólo por esto, hemos existido. De lo cual nada será anticipado en nuestros obituarios». Es la razón de existir que buscaban nuestros jóvenes filósofos de luminosos ojos ante los principios del obrar.

Cuánto tenemos que aprender todavía de los adolescentes, de su reclamo de coherencia, de su mirada pura y bella, de su apuesta por la felicidad y por tantos valores atesorados ante tal compromiso. Y por otro lado, cuánto debe pedir perdón el mundo adulto del injusto pecado original que nunca debió estigmatizarse como herencia. Generación a generación dejamos un mundo más complicado y cruel. Quizá deberíamos resetear nuestro disco duro de caducada parentalidad positiva, e instalar nuevos fundamentos para construir una mirada y sentir puros que suavice ambos territorios.

Rodada en parte en 35 mm. en blanco y negro y en 16 mm. en color, las decisiones de formato y luz en ese gozoso ejercicio de Rosales no hacen otra cosa que realzar la experiencia inmersiva de quien la mira, intentando profundizar en una poética déjà vu que es la del sentir, donde la ficción, como sabio reclamo, nos espolea a que nos mantengamos lo más jóvenes posible, lo más ilusionados a la ventura, la alegría y su bonanza, con la intención de ser capaces de discernir y tomar partido por los pequeños grandes detalles con los que nos obsequia la dicha de vivir.

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