Opinión | EDITORIAL
Putin sacrifica una generación
Desde la guerra de Corea no se veía algo igual. Entonces, decenas de miles de soldados norcoreanos y chinos se estrellaron contra el paralelo 38. Lo mismo ocurre ahora en el Dombás, la Ucrania oriental que Rusia intenta ocupar desde 2022. El año pasado, más de cien mil soldados rusos murieron para conquistar unos pocos kilómetros cuadrados. Se estrellaron contra las defensas de Kiev o fueron masacrados por miles de drones que acabaron con sus vidas en esta suerte de cacería de conejos en que ha derivado la guerra contemporánea. Entre ellos había también soldados norcoreanos que Vladímir Putin ha traído hasta el frente, tras sus acuerdos con el dictador Kim Jong-un. El año 2024 ha sido letal para las tropas rusas que vieron como sus bajas se multiplicaban por cinco respecto al primer año de la invasión. Aunque los datos no son fáciles de verificar, han sido adelantados por organizaciones independientes acreditadas que fijan entre 150.000 y 200.000 los muertos rusos en cuatro años de guerra. Todo ello, sin contar los cientos de miles de heridos que eleva las víctimas a uno de cada treinta rusos entre 20 y 49 años. Aunque los ucranianos fallecidos son menos, alcanzan los cien mil entre muertos y desaparecidos en combate. No ocurría algo así desde mediados del siglo pasado, si descontamos el genocidio que acabó con la vida de un millón de personas en Ruanda.
De cara a la galería, Putin justifica el sacrificio de una generación apelando a un nacionalismo exacerbado para el cual Ucrania fue, es y debe volver a ser, parte de la madre patria rusa. A sus generales, les recuerda que los rusos son 144 millones, casi cuatro veces más que los ucranianos. Este cálculo macabro, que sólo es posible persiguiendo la disidencia, intenta eludir el fracaso de lo que el Kremlin calificó, al principio, como una operación militar destinada a conquistar Kiev en un par de semanas. Los relatos que acompañan algunas de las muertes son espeluznantes. Hablan de un mando errático, de una motivación escasa que ha obligado a reclutar a delincuentes. Relatan el lamentable equipamiento de muchos soldados, su escasa alimentación, y su dificultad para adaptarse a una guerra que se libra desde pantallas de videojuego. Así se explican desastres como la invasión ucraniana de la región rusa de Kursk. Si la guerra ha quedado, por el momento, en una suerte de empate, ha sido porque Ucrania no ha obtenido todo lo que pedía, y porque Rusia ha repuesto las bajas con reclutas traídos de las zonas más pobres del país y ha atacado desde la retaguardia, con su tradicional artillería, una lluvia de misiles y drones proporcionados por Irán.
Ante esta situación, sorprende la contemporización de Donald Trump con el régimen de Putin. Si Estados Unidos mantuviera su apoyo a la soberanía de Ucrania, Rusia no podría aspirar a conquistar todo el Dombás. Al contrario, es probable que su ejército colapsara. Este sería el momento de negociar una paz que no fuera una humillación para el Kremlin y que fuera aceptable para los ucranianos. Sin Estados Unidos, todo será más largo, y habrá más muertos. Sin embargo, Europa no puede aceptar una paz injusta, negociada a espaldas de Ucrania y que constituiría un mensaje letal para su propia existencia.
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