Opinión | SALA DE MÁQUINAS
¡Ojo al gorila!
Menos simpático, aunque más popular que Copito de Nieve, el gorila de la Casa Blanca está descubriendo nuevos juegos y juguetes para llenar un tiempo de ocio que él mismo nunca sabe con antelación en qué va a emplear. De ahí sus constantes improvisaciones y, como consecuencia de ellas, sus frecuentes contradicciones, que en absoluto le importan (sería el primer gorila en pedir perdón).
Este primate político ha pasado de recibir cacahuetes como clown de la lucha libre y de las más vulgares cadenas norteamericanas –con la Fox a la cabeza– a vengarse de sus críticos y odiados periodistas. Arrojándoles, en vez de manises, sus gorras publicitarias o esos ortopédicos rotuladores con los que rubrica sus despóticos decretos. De cuyos contenidos nada o muy poco saben los parlamentarios elegidos por el pueblo norteamericano, representantes a los que no se permite, salvo excepciones, entrar en la jaula dorada del Despacho Oval, donde el gorila blanco muestra su fuerza levantando aranceles, apalizando líderes, doblando voluntades y manos; allí juega, se divierte y se deja fotografiar.
Una de sus diversiones favoritas consiste en arrojar a los periodistas cualquier cosa que tenga a mano, a fin de humillarlos en las Ruedas de prensa. Ese gesto, que sería obsceno, miserable, en un ser humano, es natural en un gorila como el que, desde principios de año, intenta aclimatarse a la Casa Blanca. Sin conseguirlo, claramente, porque, saltándose toda norma de civilidad o respeto, y golpeando con el puño cerrado los derechos de los demás, es difícil democratizarse. El gran mono no lo desea, en realidad, como tampoco los de su clan, esos otros orangutanes y chimpancés que sí entran y salen del Circo Oval con miradas aviesas y gorras militares. Unos, al frente de la CIA; del Pentágono, otros; de los marshall de la frontera mexicana; de las agencias espaciales o de contrainteligencia convertidas de la noche a la mañana en juguetes para diversión del gorila y de su humor más propio del depredador, del tirano o del verdugo. Con el que se divierte, sin embargo, o eso parece viéndole feliz en el zoológico político de Washington, reconvertido de santuario del mundo libre a una celda de las libertades, de los derechos pisoteados, enfangados por una secta de homínidos cuyo principal alimento son los frutos de la democracia.
Como cantaba Brassens: «¡Ojo al gorila!».
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