Opinión | EDITORIAL
¿En qué momento se dejó de aplaudir?
Hoy se cumplen cinco años de la aplicación de una de las medidas más drásticas aplicadas por el Gobierno central de las últimas décadas: el presidente Pedro Sánchez ordenaba el confinamiento de toda la población en sus casas por una pandemia del coronavirus que, en aquellos momentos iniciales, nadie era consciente de su magnitud, del riesgo o de su duración. El virus obligaba a meter a todo el mundo en sus casas salvo a aquellos que se bautizaron como trabajadores esenciales, los únicos que tenían permiso para salir a la calle, solo para ir a trabajar y cumplir con una labor indispensable en ese contexto inédito en España. Pues bien, dentro de ese colectivo de trabajadores estaba el personal sanitario, el mismo que hoy está enfrentado a un Gobierno de Aragón que en su día se unió al aplauso generalizado que tenía su máxima expresión todos los días a las ocho de la tarde desde los balcones. Hasta el actual presidente de la comunidad, y entonces alcalde de Zaragoza, Jorge Azcón, expresó su apoyo a un colectivo que nunca ha estado más visiblemente valorado por el conjunto de la ciudadanía. Era otro contexto muy distinto al que se ha llegado ahora, un lustro después, en el que se encuentran enfrentados los sindicatos y la Administración, con la misma bandera enarbolada de una defensa de sanidad pública que todavía no se ha recuperado de la pandemia, ya que sigue tocada por muchos de los males que la exprimieron al máximo y sacaron a la luz todas sus costuras. Sobre todo en materia de personal, con enormes diferencias entre la gran ciudad y el medio rural, especialmente por las plazas de difícil cobertura, y una sensación de que los males de la sanidad pública no se curarán a base de meter más y más dinero. A Aragón le hace falta un plan desde hace tiempo, en la búsqueda de la eficiencia y la mejora en la atención al usuario, pero sobre todo para abordar cuestiones que no son coyunturales, sino estructurales.
El covid tuvo la virtud de igualar a toda la población, no había distinciones de clase ni diferencias por el poder adquisitivo. La sanidad pública demostró que tenía los mejores medios posibles y el personal más preparado y comprometido, ajeno a una cuenta de resultados que siempre desvirtúa todo en lo que se refiere a la universalidad de un servicio esencial. También las clínicas privadas dieron el do de pecho, pero cuando pasó la tormenta, volvieron a la normalidad de los conciertos y a la facturación ordinaria para socorrer a un sistema público que le hace falta algo más que suelo quirúrgico para acabar con las listas de espera. Le falta personal, le falta apuesta económica en el presupuesto y, sobre todo, le falta una estructura sólida, ágil y con garantías para el contribuyente. Porque a la sanidad pública le salva el ciudadano, que sabe aplaudir cuando se demuestra un esfuerzo extraordinario y quejarse cuando sus dolencias pasan inadvertidas. Los balcones estaban cargados de razones para agradecer, a sanitarios que acabaron la pandemia muy tocados en lo emocional y en lo físico. Y todos, profesionales y usuarios acabaron interiorizando una serie de pautas y compromisos con el prójimo, como el uso de la mascarilla, que quizá ayudan a que la pospandemia sea un lugar mejor para vivir. Pero también dejó lecciones que no se han aprendido, como que en momentos de debilidad hay que dejar de lado otros intereses que no sean el interés público. O que el sistema hay que defenderlo y fortalecerlo, porque al final siempre hay vacunas para todos los virus.
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