Opinión | LIBERTAD Y RESPETO
Sicarios contra la libertad
Joseph Stiglitz afirma que «la libertad de una persona es la falta de libertad de otra». Este es un premio Nobel al que poco o casi nada discutiría. Sin embargo, creo que, al hablar de personas, debo matizar que uno no tiene libertad a costa de la de los demás. Lo que sí es correcto es que, para garantizar la de cada individuo, es necesario respetar la del resto de convivientes. El concepto de libertad es muy complejo, vestido de subjetividad, lo que no le da necesaria capacidad de implementación.
Es muy difícil encontrar valores absolutos, especialmente en lo concerniente a las ideas y al pensamiento. Cada cual es dueño de su verdad, y la manera en que estamos dispuestos a compartirla con los demás determinará el modelo de convivencia que establezcamos. Puede que deseemos estar en una situación vigilante de nuestro espacio, lo que va a significar un cierre de nuestra puerta a quienes tengan divergencias en la forma de entender los espacios de vida. Esto, sin calificarlo de bueno ni de malo, es simplemente algo distinto. Si somos capaces de entenderlo, veremos que nos encontramos ante un enriquecimiento intelectual genuino y positivo.
Según Aristóteles: «No basta con saber qué es lo correcto a fin de aparentar bondad ante los demás, el carácter íntimo de la persona que actúa es decisivo y constituye un asidero firme para que sus actos sean realmente virtuosos». Saber qué es lo correcto es una cuestión difícil de llevar a un plano objetivo, pues ese conocimiento nace de una razón personal. Es lógico que así sea, pero también debe confrontarse con el resto de razonamientos. Solo si logramos adecuarlo a ese entorno podremos afirmar que nuestros actos responden al convencimiento de haber ejercido nuestra libertad con respeto.
Como mencioné al inicio, la libertad no es fácil de determinar, pues tiene condiciones que, al margen de la ética, deben cumplirse. Franklin Delano Roosevelt, en su discurso sobre el estado de la Unión de 1941, se refirió a las condiciones necesarias para que la libertad sea real: libertad de opinión, libertad de creencia, libertad de vivir sin necesidades y libertad de vivir sin miedo. Si al menos logramos esto, estaremos más cerca de la verdadera libertad.
Pero pasemos de la teoría a la práctica. Si nos quedamos únicamente en la teoría, podríamos alcanzar la perfección en el papel; sin embargo, al trasladarlo a la vida cotidiana, podríamos quedar defraudados y deprimidos. Analicemos cómo se entiende actualmente el derecho natural de las personas a la libertad.
Observar la situación en Estados Unidos, el líder mundial, bajo el nuevo gobierno de Donald Trump, nos indica la transformación del modelo de convivencia, que sin duda debería girar en torno a los derechos naturales. Trump, en su primer mes de gobierno, ha dejado un mensaje claro a través de sus extravagantes declaraciones: cada persona debe ser capaz de gestionarse su vida y sus problemas, y quien no pueda hacerlo, quedará al margen de todo. ¿Cómo lo consigue? Desarticulando el Estado. Ya empezó Milei en Argentina y Trump nos dice que lo único que importa es el dinero: quien lo tenga, tendrá libertad para hacer lo que quiera; quien no, se quedará sin derechos.
Solo debemos reflexionar sobre las dos guerras en las que Supermán Trump se ha atribuido el título de pacificador. En la de Gaza, Israel arrasa y asesina a miles de personas, entre ellas más de 15.000 niños: terribles terroristas. ¿La solución aportada? Expulsar a los gazatíes de su tierra y convertirla en un resort turístico de lujo.
Si analizamos la propuesta para poner fin a la guerra en Ucrania, se basa en entregar tierras ucranianas al invasor Putin y en cobrar la ayuda de 140.000 millones de dólares que Estados Unidos ha destinado a los invadidos, a cambio de la explotación de las tierras raras ucranianas por un importe de 500.000 millones de dólares, eso sí, sin garantizar que Rusia no vuelva a atacar.
¿Dónde está, entonces, la libertad de los gazatíes y los ucranianos? Ha quedado asesinada por la ambición económica de Trump. Pero lo peor de todo esto es que los estadounidenses lo permitan.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos establece en su artículo 2: «Toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición».
Sin embargo, todos los Trump, Putin, Netanyahu, Milei e incluso Abascal, mamporrero de todos ellos, parecen no haber leído este artículo. Solo saben contar dinero, siempre manchado de sangre.
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