Opinión
Alicia en una sociedad educada
¿Qué es una persona educada? ¿Y cómo sería una sociedad verdaderamente educada? Cuando Alicia se cayó por la madriguera, no solo descendió al País de las Maravillas, sino que también se precipitó a una metáfora perfecta de nuestra realidad educativa. Lo que allí encontró, a camino entre lo absurdo, contradictorio y fascinante, no está tan lejos de nuestro mundo. De hecho, quizá vivir en una sociedad educada se parezca más a una ensoñación que a una certeza.
–¿Podrías decirme qué camino debo tomar? –pregunta Alicia.
–Eso depende de dónde quieras ir –responde el Gato de Cheshire.
Y aquí comienza esta historia. Para educar –como para vivir– hay que tener un propósito. Platón nos recordaba que educar es orientar el alma hacia la verdad, pero eso implica saber qué es la verdad... y desear buscarla. Y es que hoy en día, hemos creado un estilo de vida, una idea de sociedad donde debido a los ritmos vertiginosos, pensar se ha vuelto revolucionario.
Una persona educada no es quien acumula títulos ni formaciones, sino quien ha aprendido a pensar, a sentir y a convivir. La Ilustración, como escribió Kant, consistía en salir de la «minoría de edad» autoimpuesta, caminar hacia la madurez que suponía la libertad y responsabilidad de tomar decisiones coherentes y consecuentes. Por tanto, no basta con saber cosas, hay que atreverse a usar la razón. Y no solo la propia, también a dialogar con la de los demás.
Pero nuestra Alicia moderna se encuentra con sombrereros locos que no escuchan, liebres que celebran su no cumpleaños y reinas que gritan «¡que le corten la cabeza!» ante cualquier desacuerdo. ¿Cómo construir una sociedad educada si no cultivamos la reflexión, la empatía y el pensamiento profundo desde la infancia? Sin olvidar, que también es una cuestión de bienestar.
John Dewey lo resumió con sencillez: «La educación no es preparación para la vida, es la vida misma». Sin embargo, seguimos tratándola como un trámite, como una ceremonia absurda de boda donde la lógica importa menos que la rutina. Se evalúa lo que es fácil de medir, no lo que importa. Y así, lo esencial –la ética, la creatividad, la convivencia– se disuelve como el Gato de Cheshire, y es que solo queda una sonrisa sin cuerpo.
Pero, ¿qué beneficios tiene una sociedad educada? Todos. Democracia sólida, ciudadanía comprometida, tolerancia, progreso real, no solo tecnológico. Sin embargo, para lograrlo necesitamos revisar nuestras brújulas: ¿para qué educamos? ¿Qué modelo de persona promovemos? ¿Quién decide los caminos y los relojes?
María Zambrano defendía que educar es humanizar. Aristóteles hablaba de la virtud como hábito. Rousseau nos advertía que la educación debe seguir los ritmos de la naturaleza. Y Sócrates, maestro de la duda, nos enseñó que quien sabe que no sabe... está en camino de aprender.
Una sociedad educada no es homogénea, sino plural. No teme la diferencia, la cultiva. No impone respuestas, promueve preguntas interesantes fruto de la inquietud despierta de sus individuos. Y en ella, Alicia no estaría perdida, sino buscándose y encontrándose entre otros que también caminan. Porque, en palabras de Hannah Arendt, «la educación es el punto en que decidimos si amamos lo suficiente al mundo como para asumir la responsabilidad de él».
Tal vez, en algún momento, nos atrevamos a dejar de perseguir conejos blancos... y comencemos a construir un país de las maravillas propio, una sociedad educada. Un hecho que no es una utopía, sino una tarea apasionante que nos invita a soñar con un mundo más justo, humano y consciente. Es posible, y necesario, formar ciudadanos curiosos, críticos y comprometidos, que dialoguen en lugar de imponer, que duden para comprender mejor y que actúen con ética y compasión. Cada aula, cada conversación, cada gesto cuentan para lograr sembrar esa transformación. Porque educar no es solo transmitir conocimientos, es encender luces, abrir caminos y construir juntos el país de las maravillas que todavía está por venir.
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