Opinión | FIRMA INVITADA
Pedro J. López Correas
‘Misterio en el palacio del conde de Aranda’
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El X conde de Aranda, Pedro Pablo Abarca de Bolea (1719-1798), es junto al rey Fernando El Católico la figura política más señera que Aragón ha aportado a la Historia de España. Y yo, humildemente desde mi prisma de historiador, no me resisto a que su memoria tenga una relevancia intrascendente. En Aragón fue miembro fundador de la Real Sociedad Aragonesa de Amigos del País (1776) e impulsor del Canal Imperial de Aragón (1776-1790). En Castilla fue su presidente de Consejo (1766-1773). En España, además de ser capitán general con 44 años, fue primer secretario interino de Estado (1792). En Europa fue embajador en Portugal, Polonia y Francia. Y en el mundo firmaría en París el Tratado de Paz con Inglaterra (1783) donde se reconocía la independencia de las colonias inglesas en América, y cómo él mismo decía: embrión de una poderosa nación.
En contrapartida, la vida del conde de Aranda estaría regida por una cadena de desgracias en el terreno personal como se desprende de la muerte de sus hijos (Luis Augusto, Ventura y María Ignacia), de su único nieto (Luis Joaquín) y de su primera esposa (Ana María Fernández de Híjar). Volviendo a casar, en abril de 1784, con su sobrina nieta María Pilar Silva y Palafox de solo 17 años en un intento, ¡que resultaría fallido!, por dejar descendencia para su Casa Abarca.
Pues bien, sutilmente y como el que no quiere la cosa, he ido metiendo retazos de la vida del conde de Aranda en mi novela: 'Misterio en el Palacio del conde de Aranda' (presentada con gran éxito en la Fundación Caja Rural de Aragón), desarrollando una trama al hilo de la medieval 'El nombre de la Rosa', de Umberto Eco, aunque al presente escenificada en el último tercio del siglo XVIII en el palacio de Aranda de su villa de Épila. Donde unos pasadizos laberínticos entre los muros palaciegos provocarían el desasosiego entre los coetáneos epilenses por algunas muertes no esclarecidas. Y eso, aprovechando los últimos años de Aranda por desterrado en su palacio de Épila (final de1795 hasta su muerte el 9 de enero de 1798). Anterior, la Zaragoza dieciochesca reluce con todas sus trasparencias y todos sus recovecos: iglesias, conventos, palacios, corridas de toros, fiestas del Pilar, origen de la jota, hospicio de Casa Misericordia, hospital Santa Engracia, Sociedad Económica Aragonesa, Canal Imperial, escuela del Arrabal, Casa Ganaderos, alegría navideña... Pero no conforme, he llevado a mi protagonista Beltrán de Rueda por las diversas tierras de España (siguiendo el itinerario del destierro de Aranda, y que la fortuna me agració con encontrarlo en el Archivo de los duques de Villahermosa en Pedrola) para una radiografía amena y didáctica de la España del Siglo Ilustrado. Sin duda, el conde de Aranda merece estar dentro de esa Historia.
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