Opinión | EN EL PUNTO DE MIRA
Vulnerables
Cuando siempre te quejas de alguna dolencia antes de decir «buenos días», es que ya has pasado de los cincuenta años, me decía un amigo. Y es verdad, sin darte cuenta has pasado de ver venir las etapas de tu vida, a ver cómo se van.
Hoy estás despotricando por los muchos inmigrantes que hay en nuestro país y mañana no te reconoces cuando uno de ellos te dice eso de «acompáñeme que le voy a cambiar el pañal». Lo que nunca se te pasaba por la cabeza, durante la vejez te ocupa cada vez temporadas más largas de la mente.
A lo largo de mi vida, como sindicalista y como político, me he visto demasiadas veces envuelto en debates absurdos, en lugar de discutir sobre aquello que, visto desde ahora, merecía la pena. Pero hay momentos en los que de pronto dices: «yo estuve allí», y esos recuerdos sirven como revulsivo para escarbar en la mente y recordar que en abril del año 2006 se aprobó el proyecto de la llamada Ley de la Dependencia; casi veinte años han pasado, y aunque todavía queda mucho por hacer, sin duda fue un gran paso en la dignificación de las personas vulnerables.
Para el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, el ministro y la secretaria de Estado competentes del asunto, Jesús Caldera y Amparo Valcarce, respectivamente, aquel proyecto fue la demostración de que su juventud (alrededor de los 46 años) no les impidió entender algunas cosas, como que la vulnerabilidad de los mayores debía ser mitigada con las ayudas de la Administración pública.
Nació para garantizar la atención de todas las personas que necesiten de cuidados específicos, que tienen también limitaciones en su autonomía personal y precisan de otras personas para su rutina diaria. Y fue un nuevo derecho de la ciudadanía al que pueden acceder las personas que lo precisan, en condiciones de igualdad, como garantía de la dignidad de todas ellas.
Es cierto que la ley ha tenido un desarrollo desigual, los recortes presupuestario de Rajoy en 2013 fueron horrorosos y, aunque en los últimos años se han incrementado sustancialmente, siempre hay y habrá problemas de financiación –nuestro país gasta apenas un 1% del PIB y la media de los países de la OCDE está en el 1,5%– como también un problema de origen de la ley, y es la falta de un título competencial claro por parte del Estado. Al estar transferidas las competencias de políticas sociales a todas la CCAA , hay diferencias sustanciales entre ellas que repercuten en la calidad y cantidad de las prestaciones según el lugar en que vivas.
Pero a pesar de ello, en estos casi 20 años cuatro millones de personas han recibido atención, aunque 900.000 murieran esperando la utilización de ese derecho. Un derecho que para algunos es prescindible por su elevado coste, pero que sin embargo tiene una reversión a las arcas del Estado en forma de impuestos y cotizaciones del 41,7% de la inversión, que en el año 2024 ha supuesto 3.550 millones de euros.
Pero si una cosa queda clara en la ley es la garantía de la dignidad a las personas vulnerables. Nos asusta la irrelevancia, la marginación que la edad conlleva para muchas cuestiones, nos horroriza una muerte indigna y, como a todo ser vivo, tenemos miedo al dolor. Por eso, las dos horas del documental 7291 los protocolos de la vergüenza, emitido recientemente por TVE, fueron tan intensos y emotivos que el nudo en el estómago perdurará siempre con el recuerdo de los testimonios. Tamaña crueldad e indecencia con la que fueron despreciadas las vidas de mayores, las que se presumían más pobres, las que no tenían un seguro privado para poderlos desviar a sus hospitales de pago, solo puede producir el desprecio más absoluto. Porque quienes idearon aquellos protocolos partían de una premisa, y es que las personas mayores valen menos en la balanza del beneficio económico, y por lo tanto pueden ser prescindibles.
La sociedad necesita conocer la verdad, las familias de las víctimas reparación, reconocimiento de su dolor, respeto y que se les pida perdón.
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