Opinión
Europa ante el espejo
Hace unos cuantos años, Bruno Latour nos informó de que nunca habíamos sido modernos con nuestro modo científico de conocer la realidad. En efecto, si los premodernos no cesaban de contaminar su conocimiento con influencias sociales, políticas, religiosas, etc. y los modernos creyeron haberse protegido de tales errores con la ciencia, más exactamente con el método experimental, luego vinieron los estudios sociales sobre la ciencia para concluir que no hemos cambiado en absoluto, pues damos por autónoma y objetiva una realidad que seguimos construyendo a base de influencias que la ciencia no es capaz de eliminar.
Del mismo modo, también podría decirse que nunca hemos sido modernos con nuestro modo democrático de hacer política, pues el kratos o poder, como ocurría en la premodernidad, de la que también en vano hemos pretendido distanciarnos, siempre ha sido más importante que el demos o las gentes. Una prueba de ello serían los continuos descensos registrados en Europa desde las últimas décadas del siglo XX, tanto de la participación electoral, como de la afiliación a los partidos e incluso de la confianza en la política institucional, percibida cada vez más como un problema. A la par, cada vez más asuntos se han ido sustrayendo del debate parlamentario para pasar a ser gestionados por instituciones independientes, algunas incluso fuera de las fronteras nacionales.
Igualmente podríamos añadir que nunca hemos sido modernos con nuestro modo humanitario de tratar a los otros, sobre todo cuando se mueven de sus lugares de origen por causas económicas, políticas o medioambientales y son confinados en campos de refugiados de los que nadie quiere hacerse cargo o son directamente deportados o desnacionalizados y se los convierte así en gentes sin derechos que no alcanzan el estatus de ciudadan@s, por lo que no terminan de caber dentro de «nuestra» humanidad. En fin, que si los bárbaros se caracterizan por asegurar que ellos son humanos y el resto no, resulta que con nuestro humanismo nos comportamos igual.
Finalmente, lo de Ucrania da a entender que no somos realmente tan influyentes, ni siquiera dentro en nuestro continente, que los valores con los que pretendemos singularizarnos frente a los otros no pasan de la verborrea, que nuestra capacidad para guerrear se reduce a un puñado de bombas nucleares en manos de Francia y Reino Unido, que nunca se podrá convencer a la mayoría de europe@s para embarcarla en una guerra y que en el proceso de paz ucraniano se habla de muchas más cosas, como la política mundial de bloques que viene, en la que no tenemos reservado asiento alguno. Nos parecemos, en fin, al rey del cuento de H. Ch. Andersen, que creyó vestir la más valiosa tela jamás tejida, cuando, en realidad, estaba desnudo.
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