Opinión
Nostalgia de antiguos paisajes
Hace unos días pude experimentar un auténtico viaje en el tiempo sin salir de Zaragoza. Gracias a la generosidad –y los conocimientos– de Javier Muñoz, tuve ocasión de visitar Casa Moneva y sumergirme, durante un rato, en su historia. Se trata de un rincón muy especial de la ciudad que, acorralado entre construcciones mucho más modernas, se ha mantenido sin embargo inalterable –a eso llamo yo resistencia numantina– con el transcurso de las décadas, último resquicio de un paisaje que ya no existe y que hoy resulta impensable en pleno centro de Zaragoza.
Allí permanece ese edificio con su aire de palacete, de casa de campo señorial (no en vano se hallaba ubicada en lo que eran las afueras de la ciudad). Hogar en su momento de la familia Moneva, se alza junto al convento con su aragonesa fachada de ladrillo, esa ventana permanentemente iluminada a la altura de la calle –su tonalidad cálida atrae la mirada de los paseantes– y un portón que ya anuncia su interior de otra época.
En cuanto atravesé su umbral fui consciente de que unos pocos pasos me habían bastado para retroceder cien años. El tiempo se detiene cuando uno recorre sus estancias –ni siquiera percibí el rumor del tráfico cercano, hasta tal punto experimenté esa inmersión– o se asoma al íntimo jardín con su pórtico inspirado en el claustro de San Juan de la Peña, cuya existencia nadie sospecharía desde el exterior, un tímido recuerdo, quizá, de la antigua Huerta de Santa Engracia.
El estado original de la cocina permite imaginar cómo era la vida en una casa burguesa de los años veinte. No solo es el espacio, sino, sobre todo, la atmósfera que se respira entre esas paredes. Se trata de una cápsula del tiempo que, milagrosamente, ha sobrevivido al poco piadoso devenir urbanístico de la ciudad.
Zaragoza cuenta con abundantes huellas de su pasado, pero lo destacable de Casa Moneva es que ha logrado resistir en su emplazamiento de un modo visible frente al carácter casi furtivo con que se han conservado otros vestigios en una capital que tradicionalmente ha cuidado poco de su patrimonio arquitectónico. Ahí sigue, en su enclave dentro de una zona muy cotizada, testigo mudo de cómo a su alrededor ha ido transformándose el escenario urbano fruto del progreso, sin que la especulación o la ignorancia –que tanto daño han hecho en Zaragoza– hayan logrado sepultarla.
El reciente hallazgo de los restos de una villa romana en el terreno de Villamayor donde se levantará el centro de datos de Microsoft me ha llevado a reflexionar sobre la delicada convivencia entre el pasado y el presente cuando se trata de conciliar la presencia de ambos en un entorno tan palpitante, tan vivo, como lo es el de una ciudad de las dimensiones de Zaragoza. Pienso, por poner algunos ejemplos, en los restos romanos hallados en Puerta Cinegia, en la muralla islámica que ha salido a la luz durante la construcción del nuevo edificio del paseo María Agustín, 40 o en el torreón romano que surgió en un sótano del Coso. Zaragoza es una ciudad con mucha historia y cada movimiento de tierras genera siempre el riesgo –la oportunidad– de descubrimientos de mayor o menor valor.
El desafío está en hacer compatible el progreso con la conservación, de tal manera que los avances no impliquen una pérdida de patrimonio ni este un freno a nuevos planes de crecimiento. La clave está –como en todos los ámbitos– en el equilibrio y en diseñar estrategias con sensibilidad y perspectiva.
En cualquier caso, lo meritorio del testimonio que supone Casa Moneva, frente a otras muchas huellas del pasado que atesoramos en Zaragoza, es su imperiosa visibilidad. Las edificaciones vecinas no han conseguido ocultarla y ahí continúa, convertida ya en una referencia inevitable del paisaje de la ciudad. A la vista. Buena parte de otras herencias de nuestra historia, sin embargo, languidecen tras sus descubrimientos en rincones más o menos intrincados de nuestros edificios actuales, quizá protegidas bajo cristales o recuperadas del olvido pero, al mismo tiempo, apartadas como fantasmas de la vida que discurre por nuestras calles y a la que, una vez, pertenecieron.
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