Opinión | DELANTE DE TUS NARICES

El mundo de Conget

Si encuentras un libro de José María Conget (Zaragoza, 1948), lo mejor es dejar lo que estés haciendo y leerlo inmediatamente. Una ventaja de esta elección es que no cuesta nada: el impulso natural es seguir escuchando esa voz culta y cercana, memoriosa y cascarrabias, melancólica y divertidísima. Conget acaba de publicar en Renacimiento Egocentrismos, una colección de ensayos autobiográficos de forma, extensión y géneros variados. A pesar del título, y de su combinación de pudor y exhibicionismo, Conget no es un narcisista: le gusta hablar de sus aficiones, de lo que le atrae y le horroriza, más que de sí mismo. Le atraen muchas cosas y le horrorizan sobre todo los sermoneadores, fueran los jesuitas de la infancia, los plastas ideológicos de su juventud o los comisarios culturales de cualquier momento. Aunque describe muy bien las frustraciones y el dolor, y aunque la vejez y la enfermedad son dos temas del libro, pocos autores transmiten como él el placer de los tebeos, del cine, de las novelas o la poesía, o la convicción de que la cultura no es algo que se añade a la vida sino un componente integral de ella. 

Conget escribe sobre John Wayne, sobre el taller de costura que tenían su abuela y su tía en Zaragoza, sobre un tío suyo que fue alférez provisional en la guerra civil, sobre su educación. Elabora una especie de dietario de convalecencia y lecturas, reflexiona de manera hilarante sobre el narcisismo de los escritores y las bibliotecas caseras (con mención a las de José Luis Melero y Javier Barreiro), lee las memorias de Elia Kazan y, en una serie de necrológicas, recuerda su relación con el estudioso del cómic y el cine Luis Gasca, con Ana María Navales, con el director de Triunfo José Ángel Ezcurra, con Carlos Edmundo de Ory o con Félix Romeo. Hay todo eso y el mundo conocido de Conget: el colegio opresivo y el ambiente familiar en Zaragoza, el descubrimiento de la ficción y los intentos de reproducirla en la realidad, el amor y el deseo, la pedantería autoparódica y escenas de slapstick, los viajes y los idiomas, citas de versos y anécdotas geniales, el Instituto Cervantes de Nueva York y cenas de amigos, una curiosa intimidad con el lector que es testigo de una divergencia de opiniones de Conget y su mujer, la traductora Maribel Cruzado, sobre un actor o una película, y tiene la sensación de haberse colado a la vez en una discusión de sobremesa y una carta de amor. Leerlo siempre es estimulante, y cómo no disfrutar de una sintaxis llena de ternura, meandros y alusiones que de pronto acelera y se sulfura. Por crepuscular que se ponga Conget, y por muchos saberes y experiencias que acumule, en sus libros siempre vibra la energía de un niño fantasioso, aventurero y gamberro

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