Opinión
El beso 93
Todos recordamos el primer beso. Esa mezcla de nerviosismo, ilusión y vértigo. Una experiencia única que se fija en la memoria como si el tiempo se detuviera. El primer beso es el símbolo perfecto del impacto emocional: intenso, espontáneo, e inolvidable. Pero nadie recuerda el beso número 93, y, sin embargo, es ahí –en el beso 93– donde comienza de verdad el aprendizaje emocional. Donde se revela si aquel impacto inicial ha calado lo suficiente como para sostenerse en el tiempo. Donde emoción y memoria dejan de ser anécdota para convertirse en estructura.
Si analizamos la palabra emoción, esta proviene del latín emotio, que significa «movimiento hacia fuera», «impulso que provoca una acción». Etimológicamente, sentir nos mueve. Pero no todo movimiento garantiza aprendizaje. Es necesario un andamiaje, una dirección, un sentido y, por tanto, una motivación. Y es que, en diferentes obras podemos encontrar algo parecido a «no somos seres pensantes que sentimos, sino seres sintientes que piensan». Y, por eso, la emoción es punto de partida y no de llegada.
En educación, a menudo se confunde lo emocional con lo espectacular. Se busca provocar intensidades que despierten la atención, pensando que cuanto más impactante, más duradero será el aprendizaje. Pero lo emocional no puede ser un recurso puntual ni una estrategia decorativa. Nadie puede vivir en estado de exaltación constante. Ni el docente, ni el alumnado. Lo que realmente transforma no es la intensidad del primer beso, sino la constancia del número 93. Ese que no genera fuegos artificiales, pero sostiene el vínculo. Ese que no se recuerda de forma nítida, pero sin el cual nada perdura.
El aprendizaje emocional se construye en la rutina, no en la excepción, principalmente porque la educación emocional no es un adorno. Es una necesidad si queremos formar ciudadanos completos. Esto implica integrar la emoción no como accesorio, sino como un componente estructural del aprendizaje. Pero también implica no caer en el otro extremo: pensar que la emoción es suficiente.
Por otro lado, la memoria, la capacidad de retener y recordar. En los últimos años hemos tendido a denostarla, confundiéndola con repetición mecánica. Pero sin memoria no hay identidad, no hay aprendizaje, no hay cultura. La emoción fija el recuerdo, pero es la memoria la que le da sentido, continuidad y posibilidad de uso futuro.
La epistemología nos muestra que aprender es un proceso de construcción activo, en el que el vínculo emocional tiene un papel esencial, pero que debe ir acompañado de comprensión, reflexión y transferencia. Es decir: emoción, sí. Memoria, también. Pero, sobre todo, relación significativa y sostenida. Por eso, el beso 93 es el profesor que sigue saludando con una sonrisa, aunque no todos los días sean fáciles. Es el alumno que respeta los turnos de palabra porque ha comprendido que escuchar también es cuidar.
Es la escuela que convierte cada jornada en un acto de afecto silencioso, pero constante. Si queremos cuidar y transformar la educación, no basta con nuevas metodologías, ni con emociones intensas. Hace falta una cultura educativa que respete la complejidad del aprendizaje humano: su dimensión emocional, y también su necesidad de estructura, de tiempo, de repetición con sentido. Porque educar emocionalmente no es solo enseñar a sentir. Es enseñar a quedarse, a ser y a estar. Consiste en construir vínculos duraderos, en cuidar y cuidarse. Y en esa constancia –a veces invisible– reside el verdadero poder del beso número 93. Ese beso que muchas veces damos sin darnos cuenta, y, sin embargo, es el que más educa.
Porque la emoción sostenida en el tiempo, la que no necesita fuegos artificiales, es la que construye carácter, pertenencia y sentido. En educación, deberíamos hablar más del poder de lo constante, de lo pequeño, de lo que no aparece en las fotos, pero deja huella en las personas. Crear una escuela que no solo enseñe a identificar emociones, sino a vivirlas en comunidad, a compartirlas de forma respetuosa y a integrarlas como parte natural del proceso de aprender. Y eso no se consigue con un taller aislado ni con una actividad extraordinaria. Se logra con climas de aula en los que el alumnado sienta seguridad, donde el error no se castigue, sino que se acompañe, y donde la confianza crezca día a día, beso a beso.
Educar para la vida es educar para la emoción, pero también para la constancia, la responsabilidad afectiva y la convivencia. Y por eso, como educadores, debemos recuperar el valor de lo invisible. Porque en realidad, lo que recordamos no es solo el primer beso, sino la sensación de haber sido queridos muchas veces. Aunque no sepamos contarlas.
Suscríbete para seguir leyendo
- 305 escopetas, 45 rifles, 69 pistolas o 29 revólveres: estas son las armas destruidas tras ser intervenidas
- El pueblo de Aragón con un castillo medieval que da nombre a un famoso modelo de coche
- Síntomas para descubrir a tiempo la enfermedad más mortífera y difícil de diagnosticar
- Real Zaragoza - SD Huesca: ¡La intensidad manda en este inicio!
- Urbanizar ‘Parque Venecia 2’ costará 20 millones y los primeros pisos estarán en 2027
- Brianna Fraser abandona de manera inmediata el Casademont Zaragoza
- El pueblo con peor vista de España está en Aragón: tiene menos de 40 habitantes
- La crónica del Casademont Zaragoza-Jairis: abran paso al aspirante