Opinión

Gibraltar (II)

Desde las terrazas del legendario Rock Hotel de Gibraltar, construido en 1936, en cuyas habitaciones se han alojado toda suerte de personalidades, desde Churchill a Eisenhower, de Alec Guiness a John Lennon y Yoko Ono (se casaron en La Roca, por cierto), se divisa la bahía de Algeciras y un buen trozo de costa africana, Ceuta incluida.

En medio, las corrientes del Estrecho, con una profundidad de mil metros y una anchura mínima de catorce kilómetros, sirven de cauce a uno de los pasos de mayor densidad de tráfico marítimo. Toda clase de embarcaciones, desde submarinos nucleares hasta petroleros, cruceros, fragatas de guerra o barcos de recreo atraviesan el Estrecho, como si de una autopista se tratase, no sin antes anclar y repostar en el muelle de Algeciras o en el de Gibraltar. Prácticamente no hay buque de larga travesía que, previamente a adentrarse en el Atlántico o en el Mediterráneo –según el muelle de destino–, no cargue los tanques en el litoral español o gibraltareño. Ahí, en el dominio de las aguas marinas y en el aeropuerto que tampoco España reconoce, se desarrolla otro de los conflictos entre nuestro país y Reino Unido a costa de un Gibraltar inútilmente reclamado por Madrid.

Los «llanitos», en torno a 30.000 residentes, han ido conquistando al agua pantalán por pantalán, y a la tierra del Peñón, metro a metro, terreno urbanizable donde levantar apartamentos, garajes, marinas, restaurantes o tiendas... En apenas seis kilómetros cuadrados se distribuyen los barrios residenciales, todos ellos vertebrados en torno a una calle mayor, Main Street, que culebrea por la cara noroeste de la pendiente rocosa. Bancos (menos que antes, debido al mayor control de la fiscalidad); iglesias (media docena de cultos activos, incluidas una mezquita y una sinagoga); empresas de construcción y decoración (muy florecientes) y negocios portuarios en pleno auge gracias a la ampliación de los puertos deportivos y playas, conforman una oferta de ocio que recuerda, en pequeño, la estética de un, por ejemplo, Puerto Banús.

De origen diverso –judíos, marroquíes, ingleses, irlandeses, holandeses o andaluces–, los gibraltareños se benefician de un estatus que incluye numerosos subsidios, ayudas y becas. Entre ellos, la idea de volver a formar parte de España está descartada. Solo aspiran a seguir disfrutando de su minúsculo y privilegiado paraíso. Guste o no, es lo que piensan. Lo que hay y –fue mi impresión– seguirá, lamentablemente, ocurriendo. 

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