Opinión
Arsénico por caridad
La editorial Hoja de Lata ha tenido la feliz iniciativa de ofrecernos una versión en castellano, con cuidada traducción de Raquel García Rojas, de Arsénico por compasión, la obra teatral de Joseph Kesselring que posteriormente Fran Capra llevaría con éxito a la gran pantalla. En sus tres actos, la trama dará tal cantidad de vueltas, anudará y desanudará tal número de equívocos que el público (o el lector) no tendrá un minuto (una página) libre de asombro o risa.
Tan excéntrica como humorística es, en efecto, la idea o punto de partida: dos viejecitas instaladas en el Brooklyn de principios del siglo XX se dedicaban a envenenar a aquellos neoyorquinos que, por su vagabundeo, soledad, falta de empatía o ganas de vivir merecerían, según las dos «tías» (lo son de un crítico teatral, otro de los principales personajes) pasar a mejor vida por el insospechable sistema de beber unos tragos del «vino de saúco» hecho por ellas, pero aderezado con una porción de arsénico lo suficientemente letal como para hacerles desplomarse en el salón de Abby y Martha Brewster.
Una vez sin vida, ambas ancianitas se las arreglarían para trasladar los cuerpos de sus víctimas escaleras abajo, hasta lo más profundo de su bodega, enterrándolos allí, a salvo de cualquier mirada... Hasta que su sobrino, el crítico, descubrirá el pastel, se escandalizará, las acusará, interpelará, se derrumbará ante su indiferencia y desesperadamente tratará de entender cómo se ha llegado a esa situación, por qué sus tías, tan mayores y, en apariencia, tan inofensivas, se han dedicado a pasaportar a los sin techo bajo los bajos techos de su lóbrego y húmedo sótano.
Una comedia negra, negrísima, que roza lo macabro pero mezclándolo con lo satírico; que entra y sale de la tragedia para ventilarla con el humor; y que, además de las impagables señoras, de las dos «tías» Brewster, agrega un elenco de personajes a cual más singular, enfermizo, obsesivo o genial: un asesino «de verdad»; un cirujano plástico; un policía; la hija de un pastor; ciudadanos errantes que creen entrar a esa casita de Brooklyn pensando que serán cristianamente atendidos, pero sin imaginar ni remotamente lo que les espera...
Una delicia
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