Opinión | El artículo del día
Trump y los tribunales internacionales
Desde que Donald Trump ejerce como presidente de los EEUU asistimos casi a diario a un espectáculo: la firma de algunas órdenes ejecutivas con presencia de acompañantes. Dos cosas me llaman la atención de esta forma de gobernar. La primera es que nos dejan ver con tiempo suficiente como para poder apreciar el horror de su firma, que estudiada por especialistas nos daría unos resultados muy preocupantes; y la segunda es la exhibición de lo que él entiende por poder y que a sus seguidores les entusiasma: ¡aquí mando yo!, con un evidente desprecio a los conceptos clásicos de respeto a las formas, a las leyes y a los gobernados.
Tras un reciente viaje a La Haya (Países Bajos), en el que pude visitar la sede del primer Tribunal Internacional (1922) quiero escribir sobre una de estas órdenes estúpidas que nos regala a diario el actual inquilino de la Casa Blanca, concretamente de la que afecta al personal del actual Tribunal Penal Internacional, o Corte Penal Internacional, que son denominaciones sinónimas.
Fue otro presidente estadounidense, Woodrow Wilson, quien ideó el primero de estos tribunales. Al finalizar la Gran Guerra (1914-1918), hoy Primera Guerra Mundial, el líder norteamericano logró, con gran esfuerzo, incluir en el Tratado de Versalles el nacimiento de la Sociedad de Naciones, algo así como un proyecto de gobierno mundial para evitar guerras en el futuro. Y dentro del organigrama de esta SN incluyó la creación del Tribunal Permanente de Justicia Internacional. Su actividad se extendió hasta 1940, cuando los Países Bajos fueron invadidos por las tropas de Adolf Hitler. Su objetivo no era procesar a personas, el derecho penal no era su herramienta de trabajo. Sí tenía en el estatuto de nacimiento la opción de resolver conflictos de forma amistosa entre estados y a ello se dedicó, con cierto éxito, aunque el comienzo de la Segunda Guerra Mundial el 1 de septiembre de 1939 lo deberíamos apuntar como el mayor de sus fracasos.
Los tribunales de Nuremberg y Tokio, para procesar penalmente a algunos responsables nazis y japoneses de la 2GM, no pueden ser considerados tribunales internacionales ya que fue la forma clásica de los vencedores juzgando a los vencidos. La ONU, tras la 2GM, fue el relevo de la SN. A Wilson le sucedió en el afán por crear un organismo internacional de gobierno, más o menos, del mundo, otro presidente norteamericano, Franklin D. Roosevelt, quien no llegó a ver su sueño cumplido por su fallecimiento. Fue el nuevo Tribunal Internacional de Justicia el que asumió los archivos y funciones, aunque sin identidad completa, del Tribunal Permanente de Justicia Internacional. Hoy sigue funcionando y todos los Estados miembros de la ONU pertenecen a él. Tampoco tiene jurisdicción penal.
El Tribunal Penal Internacional, a cuyos miembros ha dedicado diatribas y pretendido amenazar Trump, no tiene nada que ver con los anteriores. Tiene sus antecedentes en dos tribunales penales creados para juzgar determinados delitos, es decir derecho penal, en la antigua Yugoslavia y en Ruanda. Nacieron en sendas resoluciones de la ONU, de 25 de mayo de 1993 y 8 de noviembre de 1994. Visto el desarrollo de los procesos citados y el potencial de tribunales como estos nació el 17 de julio de 1998, entrando en vigor el 30 de julio de 2002, el Tribunal Penal Internacional, que a fecha de hoy sigue existiendo con sede en La Haya (Países Bajos). No es un órgano jurisdiccional dependiente de la ONU y los estados miembros lo son voluntariamente, hoy 125, entre los que no están los EEUU. Por el lugar de su sede, por su estatuto fundacional, y por no formar parte de los estados miembros, el presidente Trump no tiene posibilidad alguna de sancionar, como ha pretendido, a ningún juez o funcionario de este TPI. El anuncio de estas sanciones solo está dirigido a los suyos, que piensan que su líder lo puede todo. A efectos de los demás estas acciones del presidente estadounidense solo pretenden deslegitimar la acción de un tribunal que no es perfecto, que no llega hasta donde nos gustaría, pero que es un intento decente de conseguir un cierto grado de justicia en las relaciones entre países cuando se han rebasado todos los límites pacíficos y el conflicto armado ha estallado.
Tras el inglés John Locke fue el francés Montesquieu quien teorizó sobre el fin del poder absoluto y la división y separación de poderes. Y el judicial fue uno de los tres que consideró necesarios para el buen gobierno. De entonces acá los países civilizados han ido perfeccionando esta forma de resolver conflictos y solo un delincuente como Donald Trump puede ver mal a cualquiera de ellos, ahora al TPI. Los padres de la constitución estadounidense (1787) eran ilustrados y, por ello, conocedores de la importancia de la separación de poderes, que incluyeron en el diseño institucional de su república. Si alguno de ellos levantara la cabeza y viese el desprecio que el sucesor de Washington tiene sobre ese concepto y, en general, sobre el buen gobierno de los pueblos, se volvería de inmediato a su tumba.
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