Opinión
Gitanos
Para amar a un pueblo es preciso conocerlo, vivirlo, oír su lengua, sentir su idiosincrasia; conocimiento es comprensión y tolerancia, que nos lleva a compartir coordenadas vitales, anhelos y emociones. Pero el pueblo gitano, tan nuestro y sin embargo tan distante, todavía es un gran desconocido tras seis siglos de convivencia... en incompleta comunión. Ahora, payos y gitanos, celebramos bajo el apadrinamiento de Felipe VI y mediante la colaboración de muchas instituciones, la conmemoración de la llegada a nuestro país de ese gran pueblo originario de la India, con un acervo y lengua propia.
La cultura gitana se ha integrado razonablemente bien en la española; aun con alguna carencia y absentismo, sus niños se escolarizan adecuadamente hasta llegar a la universidad, a pesar de que su espíritu nómada, tan amante de la libertad y de la naturaleza, supone una barrera que, poco a poco, se ha ido desvaneciendo.
Sus mayores ejercen como buenos profesionales sin menoscabo de unos valores que bien podrían emular todos aquellos que en alguna ocasión han mirado a los gitanos de reojo: padres y abuelos son escuchados con devoción y respeto; no necesitan contratos escritos para ratificar el cumplimiento de una obligación sellada con un sincero apretón de manos, mientras que la familia se entiende como una misión sagrada en donde la mutua consideración y fidelidad son consignas imprescindibles, grabadas a fuego en el corazón.
Tradicionalmente hábiles artesanos, amantes del canto y del baile, esta etnia sido muy despreciada e incluso perseguida, pero sus miembros han sabido olvidar las ofensas y mostrar agradecimiento a quienes les tienden la mano con lealtad y confianza. Seis siglos de confraternidad bien debieran demostrar que no existe ninguna cultura superior a otra, muy a pesar de tanto ofuscado en sostener lo contrario.
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