Opinión | Sala de máquinas

Velázquez, una novela

Que el pintor Diego de Velázquez es, con Goya y Picasso, una de las tres cumbres de la pintura española sería un aserto que podrían rebatir los partidarios de El Greco, Murillo, Zurbarán o Miró; pero, en cualquier caso, sin retirar a Velázquez su bien ganada y asentada gloria. No sólo en el parnaso hispano, sino en el olimpo universal.

Y, sin embargo, a diferencia de Goya o Picasso, no es mucho lo que, a nivel popular, se sabe de Velázquez. Y no me refiero a su pintura, accesible a cualquiera, sino a su vida personal, íntima, a su infancia, a sus amores, influencias, desengaños, rivales y sueños... ¿Quién era, realmente? Por suerte, la escritora zaragozana Clara Mendívil ha venido a rellenar esos huecos con una novela, Retrato de una corte, dedicada de principio a fin a la figura del gran maestro sevillano.

La trama, muy amena desde un principio, arrancará con los primeros años del niño y del joven Diego, apenas un adolescente cuando, a principios del siglo XVII, reinando Felipe III, ingresó en el taller del maestro Francisco Pacheco, abierto en una Sevilla a su vez franca al Nuevo Mundo. Una ciudad ciertamente prodigiosa, capital de Indias, de hecho, cuyas importadas maravillas ascendían el curso del Guadalquivir para asombrar a los sevillanos y españoles con nuevas especies de animales y minerales, plantas y alimentos, tintes y especias... 

Con semejantes riquezas, la corte española en la que pronto entrará Velázquez será muy poderosa. Él ingresará en ella por sus propios méritos. Ya de aprendiz, el joven Diego demostró una capacidad casi sobrenatural para manejar los pinceles, las manchas de color, los rasgos de un rostro humano en sus más recónditos pensamientos. Esa capacidad –ese genio– llamará primero la atención de la hija de Pacheco, Juana, quien se casará con él, y un poco más adelante la del nuevo rey, Felipe IV. Deslumbrado por su talento, el monarca lo nombrará pintor de corte.

En Madrid, el pintor conocerá al otro gran personaje de la novela –y de la historia española del primer tercio del XVII–, el conde-duque de Olivares. Formidable valido a quien Gregorio Marañón dedicó una no menos sólida semblanza, y a quien Clara Mendívil retrata asimismo con mano firme y un certero bisturí a la hora de analizar sus pasiones y estrategias.

Una novela tan entretenida como sustancial.

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