Opinión | Sedimentos

Zaragoza

Vargas Llosa

La Organización Mundial de la Salud afirma que el arte, como órgano para la comunicación de emociones, estimula los sentidos y crea empatía, proporciona sentido a la vida y resulta de especial beneficio para la salud mental. En tal sentido, podría parecer que la musicoterapia es la reina de la sanación, lo que en modo alguno relega el papel de la literatura a un estatus secundario; más bien, al contrario, es indiscutible su valor liberador de los conflictos a los que los humanos hemos de enfrentarnos.

La creación literaria nos traslada a escenarios donde unos personajes evolucionan para verter sus inquietudes y particular forma de entender la vida. Mario Vargas Llosa fue un gran maestro a la hora de imprimir a sus protagonistas una cualidad humana insuperable y una condición universal, buen conocedor de que en el ser de toda persona anidan simultáneamente un ángel y un demonio, siendo cada cual responsable de que uno u otro prevalezca en las más de las ocasiones. Héroes y villanos comparten un mismo territorio e idéntico tiempo; citaba Machado: «Más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno». Vargas Llosa tal vez nunca alcanzó esa bonhomía de la que hablaba Machado, pero lo intentó. Eso es lo importante, aspirar a lograr un mundo un poco mejor, más habitable. Condenado, tras una crianza entre algodones, a sufrir una dura adolescencia, propiciada por un padre violento y autoritario, su personalidad se forjó propensa a experimentar grandes divergencias.

Cuando se le otorgó el Nobel, su adorada prima y esposa, Patricia Llosa, indicó entre lágrimas que ella era cómplice y partícipe del galardón, faro guía de sus pasos e incansable colaboradora en la sombra. Por eso, cansado de sus veleidades insustanciales, Mario tornó a Lima para vivir junto a ella sus últimos días.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents