Opinión
¿Quién tiene la llave en el ‘núcleo reducido’?
Hay días en que, al leer las noticias, tengo que comprobar dos veces si estamos en el día de los Inocentes. La última vez fue a finales de marzo, cuando Jeffrey Goldberg, editor jefe de The Atlantic, confesó que había sido incluido –por error– en un grupo de mensajería donde altos cargos militares de Estados Unidos, vicepresidente Vance incluído, discutían detalles confidenciales sobre una inminente operación en Yemen. El grupo tenía un nombre tan interesante como revelador: «Núcleo reducido del Comité Político de los Hutíes». Comité, puede. ¿Reducido? Más bien no.
Me imagino a Goldberg pensando cuál de sus compañeros sería responsable de tan elaborada broma. Sin embargo, una vez más la realidad supera a la ficción. Ni siquiera la potencia con el mayor presupuesto militar del mundo está a salvo de un desliz digital. Y si eso les pasa a ellos... ¿qué nos queda al resto?
Desde mi experiencia reciente en Libelium, tras la implantación de varias normas de ciberseguridad, y como fan incondicional de la saga Misión Imposible, puedo fantasear con las sofisticadas capas que deben blindar las comunicaciones gubernamentales. Lo que también tengo claro es que, como suele suceder, estas medidas tienden a ser muy inconvenientes para quienes deben aplicarlas. Claves imposibles de memorizar que hay que cambiar cada día, sistemas que no permiten compartir archivos entre dispositivos, accesos restringidos que se convierten en laberintos... Todo esto, claro, para evitar que alguien como Goldberg vuelva a ser invitado al «Núcleo reducido».
Pero más allá de la anécdota, hay una realidad que debería incomodarnos: según el último informe de la consultora ESET, España ocupa el tercer puesto mundial en detecciones de ciberamenazas. El teletrabajo ha contribuido al aumento de conexiones remotas a redes corporativas desde dispositivos personales, donde la conveniencia suele pesar más que la seguridad.
Las pymes, por su tamaño y recursos limitados, son especialmente vulnerables. Y cuando se integran en cadenas de suministro de grandes corporaciones, pueden convertirse en la grieta por la que llegar a las empresas del mismísimo Ibex35. Porque en ciberseguridad, como en escalada, uno es tan fuerte como su eslabón más débil. En un país donde el 98% del tejido empresarial son pymes y donde el 50% del gap de productividad se relaciona con la falta de competencias digitales, el riesgo es estructural.
Esta fragilidad tiene un efecto colateral que deberíamos tomarnos más en serio: muchas empresas, sobre todo pequeñas y medianas, dudan en adoptar soluciones de inteligencia artificial por miedo a no poder proteger adecuadamente sus datos. ¿El resultado? Una brecha tecnológica que amenaza con ensanchar aún más la desigualdad entre quienes pueden innovar y quienes no se atreven.
Pocos días después del episodio Goldberg, otra noticia volvió a parecerme una parodia: las autoridades antimonopolio de Francia multaron a Apple con 150 millones de euros por, literalmente, proteger demasiado bien la privacidad de sus usuarios. Según el regulador francés, las restricciones de Apple para rastrear usuarios dificultan la actividad económica de los anunciantes de otras aplicaciones. Es decir, en un mundo donde muchas personas creen que la privacidad ha muerto, Apple es castigada por poner límites. ¿Ironía o distopía?
La paradoja se vuelve aún más compleja si añadimos que, en otros contextos, son los gobiernos quienes presionan para debilitar esa seguridad. Los de la manzana se toman muy en serio lo de la privacidad, y hace pocos días conocíamos un nuevo enfrentamiento, esta vez con gobierno británico, quien solicitaba acceso a los datos cifrados de iCloud –un sistema diseñado para que ni la propia empresa pueda acceder a dicho contenido– bajo la Ley de Poderes de Investigación de 2016 . Lo realmente relevante es que la justicia británica dictaminó que el caso debía ser público, reforzando la importancia de la transparencia en debates sobre privacidad. Es decir, si van a existir puertas traseras para gobiernos, al menos que lo sepamos.
En este baile de intereses entre seguridad nacional, privacidad individual y libertad empresarial, hay una pregunta que no podemos dejar de hacernos: ¿quién debería tener la llave de nuestros secretos? Si los gobiernos no están exentos de ser víctimas –ni culpables– de fallos de seguridad, y si las tecnológicas son a veces guardianes y a veces verdugos de nuestra privacidad, ¿qué papel nos queda a los ciudadanos y a las empresas?
Hoy más que nunca necesitamos una ciudadanía digital crítica, una cultura empresarial que entienda que invertir en ciberseguridad no es un gasto, sino una garantía de continuidad del negocio, y una regulación que esté a la altura de los desafíos tecnológicos sin caer en la tentación del control excesivo.
Porque si vamos a vivir en un mundo donde lo increíble es cierto y lo absurdo puede ser legal, más vale que al menos tengamos la contraseña bien guardada.
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